03 marzo, 2010

“Justicia” con sangre fría

Las ventanas tan cerca, tan cerca de la mesa donde él comía. Veía como decenas de personas caminaban, algunas sonriendo, otras asombradas, y alguna que otra asustada. El aeropuerto estaba colmado, entre pasajeros y familiares. Y el día parecía caminar lento, lento, como una tortuga. El sol no llegaba a colarse, pero el calor sofocaba a cualquiera que saliera del refrescante aire acondicionado.

Él estaba allí, observando, creando en su mente historias que podrían acarrear las personas que llegaban y que salían. No tenía nada bueno qué hacer, así que empleó su tiempo en ese crear. Él no era ni un pasajero, ni un familiar, sino el trabajador de una zapatería, y era la hora del almuerzo, su momento preferido.

Por años no había tenido pareja, ni amigos; había llegado desde Amazonas buscando un trabajo, el cual le ayudaría a mantenerse. Pero, fue ingrata la sorpresa cuando llegó a Lima: no pudo obtener un trabajo estable. Lo despidieron seis veces, en sólo cuatro meses. Esta situación lo atormentaba noche tras noche en esas horas de sueño y pensamiento profundo. Así entre tanta angustia supo en la desesperación qué era lo que podía hacer, lo mejor que sabía hacer.

Allá en la selva había aprendido a tirar, no era el mejor de la comunidad, pero era lo suficientemente bueno como para vivir de un oficio que requiriera este tipo de acción. Año tras año practicaba, pero para él era un pasatiempo, porque no había trabajos que requirieran de sus buenas cualidades de tirador.

Y regresando ya al aeropuerto él estaba esperando a un joven de treinta años aproximadamente, de cabello rubio, ojos verdes, y con una cicatriz de cuchillo en la mejilla. Era el decimocuarto trabajo que le habían encomendado, esta vez había sido encargado por una mujer desdichada, que perdió un juicio contra ese hombre.

Ya había pasado media hora y el hombre buscado no aparecía, mientras el encargado de su muerte tranquilamente tomaba jugo de naranja. A pesar de que era extraño que la víctima se demorara, él no se impacientaba, sabía que tarde o temprano aparecería. Y así sucedió, en una situación nada esperada: un hombre alto de cabello rubio, ojos verdes y con una cicatriz de cuchillo en la mejilla le dijo si podía tomar una silla desocupada que estaba al lado de él, y con gusto él accedió. Lo vigiló para ver hasta dónde se sentaba y vio que fue a acariciar a una pequeña niña y a besar a quien se suponía era su esposa. Lo esperó impávido hasta ver dónde se le podía matar.

Así pasaron dos horas, y el sujeto con su familia decidieron abandonar el aeropuerto. Él los siguió de forma cautelosa, y sonriendo hipócritamente a todos los turistas que llegaban a la sofocante y a la vez grandiosa Lima. Tuvo que ir en su moto para seguirlos, ya que ellos tomaron un taxi. Llegaron hasta un hotel donde también el tirador aparcó su moto. Allí le gritó con arma en mano al hombre: ¡esto que voy a hacer delante de tu hija y de tu esposa es hacer justicia con sangre, es hacer que pagues por el juicio que ganaste injustamente! ¡Le robaste a una mujer su dignidad y es por eso que te haré pagar!

... El eco del disparo atravesó toda la calle y cuando los vecinos salieron vieron a la mujer llorando con su hija y a lado suyo un paquete de dinero, pero el tirador no estaba, había huido, dejándole dinero a la mujer y teniendo en su conciencia la convicción de que lo hecho había sido necesario, y que sólo lo hacía en casos que necesitaran justicia.