31 diciembre, 2013

Mi historia con ella (segunda parte)


“Señorita, ¡disculpe!”, recuerdo que le dije. “¿Qué tal le ha parecido el libro?” (Ni siquiera me tomé la molestia de saludarla) Ella volteó hacia mí, con unos lentes oscuros, que hacían juego con su vestido negro. Sentí que me miró, con desdén, y me dijo, rápidamente: “No lo he leído, y disculpe, no tengo tiempo para hablar con extraños” 

Jamás en mi vida, me habían hablado con tal insolencia. A mí, un respetado escritor. Al que le aguardaban incontables premios gracias a su impecable trabajo. Pero, parecía que ella era una analfabeta, que sólo quería aparentar ser culta, por llevar un libro debajo del brazo. Y para el colmo, ¡era un libro mío! Me enfurecí, y antes de que ella se fuera, le dije: “¿Qué haces con libros que no vas a leer? La lectura no es moda, es…” Antes de siquiera comenzar mi pequeño discurso ante la desconocida de cabello ondulado, me interrumpió. “No es un libro para mí. No lo he comprado para mí. Y hasta aquí se acabó la conversación” Acto seguido, me dio la espalda, siguiendo su camino.

Seguía furioso, y por ello, con ganas de hacerle saber de lo que se perdía, la seguí nuevamente y alcé la voz para que me escuchara: “Aunque no sea tuyo, ¿no te apetece leerlo?” Me sentía ganador una vez terminada mi frase, tan corta, pero que creía efectiva. Sin embargo a la chica de cintura delgada, no pareció afectarle en nada. Se paró a mitad de la calle, llamó un taxi. Y al momento de abrir la puerta, me dijo, sin emoción alguna: “Para nada” 

Su respuesta me dejó helado. Tanto me desconcertó la idea de que alguien ignorara mi libro, que me quedé inmóvil por varios minutos. “El mundo está al revés” es lo que pensaba. ¿Cómo podría alguien no querer leerme?

Cuando pude por fin reaccionar, un niño me estaba pidiendo limosna. Recuerdo que le dije que no gritándole. El niño se fue corriendo. Me hervía la sangre, aún más con la gente que me miraba y murmuraba en la calle. “Es un demente”, “¿qué clase de persona le grita a un niño así?” Quería en esos momentos pegarle a alguno de ellos. Pero, mi reputación se mancharía. Así que decidí regresar a casa con las medicinas.

Al llegar, mi madre notó mi sufrimiento, a pesar de que quería ocultarlo esbozando algunas sonrisas. “¿Qué te aflige?” “Nada, madre” “No me mientas hijo, te conozco más de lo que tú te conoces” No pude hacer más que contarle que una mujer había destrozado mi esperanza de ser reconocido como escritor. Se lo dije así, sinceramente, porque mi corazón sólo se abría con sus palabras. Ella, al terminar de oír mi historia, me besó la frente, y me dijo: “Esa mujer llegó para cambiar tu mentalidad, cambiar tu perspectiva. Quien sabe, quizás estaban destinados a conocerse” Fingí reírme con su respuesta, porque mi mente no se ponía de acuerdo en qué creer. En ese momento, el teléfono de casa sonó. Yo contesté… ¡era la voz de aquella mujer! No podía equivocarme. ¡Era ella y llamaba a mi madre! “Aló, buenas tardes” “Bu…buenas tardes” “Buenas, ¿se encuentra Carmen Valle?”


07 diciembre, 2013

Mi historia con ella


Mi nombre nunca estuvo en las bibliotecas de renombre, ni mi rostro en los textos educativos. Aun así me sentía una celebridad, toda una eminencia literaria. Y por ello mis homólogos siempre me tuvieron envidia (eso es lo que creía)

Podría recordar tantas situaciones, y todas ellas me daban la razón. Todas ellas alimentaban mi ego. Por ejemplo, un día, me invitó un conocido a la presentación de su libro. Una historia simple, tan falta de imaginación, que se me ocurrió empezar a revelar sus fallas en pleno evento (por supuesto que para esto, ya tenía una copia desde hacía unos días) Pero, en pleno ejercicio de mi pequeño experimento, llegó un hombre de seguridad y me dijo, sin que se enteraran los demás invitados: “tienes que retirarte”. Entonces, indignado busqué con la mirada a Gaitán, mi conocido. Y cuando lo encontré, me ignoró. Es por eso que me fui pacíficamente (jamás me han gustado las peleas)

Al principio no lo entendí. No comprendí el motivo del disgusto de mi compañero. Mi ego me había nublado tanto, que aquello escapaba de mi exiguo razonamiento. “Todo comenzaba en mí y todo terminaba conmigo”. Ese era uno de mis pensamientos recurrentes en esa época de mi vida. Pero, poco a poco, esto fue cambiando. Las cartas a eventos dejaron de llegar. Los mensajes de mis admiradores dejaron de asomarse por mi correo electrónico. Los editores empezaron a rechazar mis trabajos.

Mi ego empezó a menguar. Eran pocos los que me soportaban, los que querían reunirse conmigo; y como el ego necesita de alimento, de personas que supuestamente están por debajo de uno, éste empezó a decaer. Así, fue como llegó la frustración (no conseguía escribir más de 3 párrafos, antes de borrarlo todo y comenzar nuevamente) Comencé a despreciar al mundo. A aquellos que se estaban riendo de mí (era lo que pensaba, que todo era una trampa para que dejara de escribir, y así dejar el camino libre a escritores párvulos)

Lo único que me mantenía atado a la lógica y a un sentimiento puro, era el amor que le tenía a mi madre. Una mujer de 65 años, que sufría una fuerte osteoporosis y que sin embargo, podía darme un abrazo tan fuerte como el de un oso. Un abrazo que se daba una vez por semana, cuando la iba a visitar y le compraba lo que necesitaba.

Un día, fui a comprarle sus medicinas. En la tienda, había cola para pedir los productos así que me dispuse a esperar, a contar los minutos y a maldecir por el tiempo que estaba perdiendo. ¡Cada segundo que perdía, era un segundo ganado para aquel escritor que buscaba quitarme mi lugar!

Para cuando estaba a punto de llegar a pedir la medicina, me percaté en el libro que tenía una chica que estaba por irse de la farmacia. ¡Era un libro que había escrito! “La agonía del dolor” era el título. ¡Un admirador estaba tan cerca a mí, luego de tantos meses sin ver uno! Era el escenario perfecto para que hablara con él. Así que salí de la cola y la seguí.


01 noviembre, 2013

Entre mis cavilaciones de amor (segunda parte)


No sabía qué más hacer. Entrar a su casa, escribirle una carta, un correo; pensé en tantas opciones, pero ninguna me parecía correcta. ¿Acaso tenía que romper la barrera que nos separaba para conseguir más de ella?

Día tras día, los pensamientos me destrozaban por dentro. Me insistía a mí mismo que no debía acercarme tanto, porque si ella se daba cuenta de mi amor, quizá podría no corresponderlo, quizá sentir asco, rabia. No quería arriesgar todo lo que había logrado. Estaba en un dilema, del que pensaba no podría salir, hasta que sucedió lo más inesperado.

Era un viernes, lo recuerdo bien. Ella estaba por terminar su práctica de baloncesto. Yo, sentado en una banca a unos metros de ella, con un libro en mis manos. De lejos parecía, que estaba leyendo, pero solo era mi cubierta para poder verla sin causar sospechas. Y en el transcurrir del partido, noté algo extraño: ella a veces ¡me miraba! Disimuladamente, pero lo hacía. Mi corazón latía mucho, creí que estaba imaginándolo. Tuvo que repetirse unas cuatro veces para darme cuenta que no era un sueño. Era real.

Seguí observándola, hasta que terminó su entrenamiento. Y cuando estaba por irse, se le cayó un papel. Pensé en advertirle, pero me detuve. Dudé. Me quedé sentado en el mismo lugar una media hora hasta que me atreví a levantarme y ver qué contenía ese papel. La sorpresa fue tal, que tuve que leerlo muchas veces, hasta que me grabé su contenido:

“Sé que me observas. Lo haces casi todo el tiempo. Pero, quiero que sepas, que aunque me parece un poco raro…también me gusta. Quiero que vengas a mi casa. Necesito conocerte. No te daré mi dirección, porque imagino que ya la sabes”

Sentía que había ganado, pero a la vez, perdido. Ella me había aceptado, pero fracasé en no ser notado. Me había atrapado. No había forma de huir. La barrera estaba casi rota. Pero, no era yo quien había dado el primer paso. 

Cuando llegué a su casa, toqué el timbre. Una señora, un poco robusta, me recibió y me dijo que subiera, que no tardaban en llegar los demás. “¿Llegar los demás?”, pensé. No le di importancia. Subí al segundo piso, y escuché su voz: “Ven, pasa” Entré a su cuarto con mucho nerviosismo. Ella me miró de pies a cabeza, no me dijo nada. Volteó el monitor de su computadora, para que yo viera. Me acerqué. El vídeo tenía una canción melancólica y un fondo negro con las siguientes palabras: “Eddie es un estudiante raro. Tan raro, que todos se alejan de él. Tan raro que empezó a espiar a sus compañeros” Me paralicé cuando lo leí, pero aún había más: “También es tonto, tan tonto que creía que nadie se había dado cuenta de lo que hacía. Tan tonto que creyó que podía conseguir a una chica linda” 

Era suficiente. Más de lo que podía permitir. Reaccioné en cuestión de segundos. Con una mano tapé la boca de mi antiguo amor y con la otra agarré una regla metálica. Sin pensarlo se la clavé en un ojo. El sonido fue brutal, siniestro, poético. La sangre corrió como un río por su cara. Quiso escapar. Me mordió la mano, pero creo que por la adrenalina no lo sentí, hasta después de destrozarle el otro globo ocular. Creí por unos segundos que había muerto, pero volvió a moverse, tratando de liberarse. No lo permití. Y con una tijera terminé su sufrimiento, enterrándosela en la frente. Entre lo que habían sido sus ojos, aquellos que formaban parte de mis recuerdos y mis pensamientos.

Para cuando volví a la realidad, ella estaba echada en su cama, llena de sangre. Me pareció grotesco, así que le puse una almohada encima de su rostro. Creí, entonces, que ya era momento de irme, hasta que escuché el timbre, la puerta principal que se abría. Sabía lo que me esperaba, así que decidí cerrar la puerta con seguro y como otros tantos días, aunque esta vez no fuera en mi laptop, empecé a escribir.

25 octubre, 2013

Entre mis cavilaciones de amor


Sentado. Frente a una computadora. Mis dedos teclean, tac, tac, tac. El sonido cotidiano de mis ideas escurriéndose en una hoja virtual. Un día casi como cualquier otro, a excepción de que esta vez escribiré sobre algo distinto. Algo inusual, algo que nunca me había ocurrido en toda mi vida. Aquello que estremece a los poetas. Lo que mueve a la tercera parte del mundo (sí, a la tercera, porque creo firmemente, que las otras dos se mueven por el miedo y el odio) 

Y por estas pequeñas pistas, imagino que cualquiera que lea mi pequeño relato, habrá descifrado la incógnita… el néctar de la vida por antonomasia, ¡el amor! Pero no el amor fraternal, ni tampoco el maternal. Sino el más impuro de todos. El que borra amistades, el que separa hermanos, familias, el que trastorna e inclina al hombre y/o mujer a cometer atrocidades. El tipo de amor, que a veces no se considera como tal, y que sin embargo yo sí lo nombro así, porque ¿acaso no es amor todo aquello que consideramos digno de proteger, aquello que buscamos toda la vida, y que nos da felicidad? 

Era, precisamente aquello que había encontrado: el tormento…y la felicidad eternas. El desasosiego… y la paz, perennes. Todas las emociones existentes se mezclaban en mi cabeza. Había encontrado por fin a mi musa. Quien le daría color a mi vida monótona. La había encontrado, pero ella ni siquiera notaba mi existencia.

Ella, me llevaba uno o dos años. Practicaba básquet. Era muy simpática y alegre. Daba una sonrisa a quien sea que la saludara. Era gratificante hablar con ella, o al menos eso era lo que me habían contado mis compañeros de universidad. Yo jamás me acerqué a saludarla, solo averigüé sus hábitos día tras día para seguirla, y así inspirar mis propios días. La espiaba, pero era prudente, a la hora de hacerlo; cualquier error podía pagarse con el hecho de no poder verla más. Conocía el riesgo, pero aun así necesitaba hacerlo, porque cuando uno está enamorado busca cualquier forma de ver a su amada.

También aprendí sus horarios. Sabía a qué hora entraba, a qué hora salía. Qué cursos llevaba, quiénes eran sus amigos más cercanos. Poco a poco también me enteré de algunos de sus logros, de su personalidad. Toda la información era, por supuesto, brindada por amigos que querían ayudarme. Que creían que me ayudaban. Pero ciertamente, con cada detalle mis ansias de conocerla más, aumentaban. Una especie de enfermedad, de obsesión enfermiza me mantenía atado a ella. Ahora creo que lo reconozco. O solo quizás era un amor distinto. Sea como sea, yo sentía algo dentro de mí. Un nudo se formaba en mi pecho cuando no la veía.

Todo esto lo seguí haciendo semana tras semana. Sin embargo, llegó un día, que no me era suficiente verla en la universidad. Entonces, empecé a seguirla a su casa, a tomarle fotos, a grabarla. Y así pasó un mes, hasta que nuevamente no me sentí conforme con lo que había logrado. Quería más, necesitaba más. Aunque para ese entonces mi cuarto estaba lleno de sus fotografías, mi amor iba más allá de cualquier raciocinio, y el deseo estaba por encima de cualquier otra cosa en mi vida.

24 septiembre, 2013

La vida continúa (tercera parte)


Y esa sonrisa profunda en su alma se empezó a expandir a través de los días. Por ello, quizá, él  empezó a visitarlo. Porque sabía que esa felicidad sería duradera. Parecía que su herida se iba cerrando. 

En el transcurso de los días, se enteró que Fabricio, había sido golpeado por su padre, luego de que él llegara drogado a su casa. Que él ahora estaba en prisión. Que su madre sufría una enfermedad mental, y regularmente sus abuelos lo cuidaban. Pero, que estos no gozaban de una buena condición económica. 

Por estas razones y otras tantas, que solo el corazón de Ramiro conoce, es que una idea surgió en su cabeza: ¡Adoptar a Fabricio! Claro que para que se formara esa idea tuvo que pasar un tiempo. No fue muy largo, pero fue suficiente para que supiera qué era lo que estaba buscando. Que era lo que Penélope hubiese querido para él. Era el sueño de ambos. Y para ello habrían ahorrado dinero por varios años.

Y un día lo que había sido primero una idea, un sueño, ahora era real. Tan real como que Laura fue la última en despedirse de Fabricio y Ramiro. Vio la alegría en ambos, tanto en el rostro del hombre como del niño. Y así los vio partir…

Aunque esa no fue la última vez que Laura los vio. Más adelante fueron a visitar a todas las enfermeras. Y en una de esas ocasiones, extrañado porque él siempre la veía haciendo “eso”, le preguntó:

- ¿Por qué siempre estás tomando apuntes?

- Es que me gusta plasmar lo que me pasa a diario.

- Oh, y ¿yo estaré en ese diario?

- Claro, tu vida ha sido una hermosa historia de superación. Y estoy muy contenta por ello.

14 agosto, 2013

La vida continúa (segunda parte)


Su casa. Un lugar, al que no le gustaba regresar. Por ello, solía pasar los días en la ciudad. Intentaba alejarse de los recuerdos de su esposa. Lo intentaba, pero día tras día, terminaba regresando al hospital donde había muerto. Siempre, con el mismo semblante y la misma actitud.

Desde que murió Penélope, su rostro empezó a marchitarse. Las enfermeras que lo conocieron, coinciden, en que su personalidad cambió radicalmente. Cuando aún su amada vivía, él les contaba a todas, los planes que tenía con su esposa. Se sentía en sus palabras, una gran fe que contagiaba a todo el personal. Pero, cuando el día trágico llegó, su mirada se volvió fría y llena de rabia. Ya no conversaba con nadie. Caminaba con la cabeza gacha y la mirada perdida, siendo este el motivo, por el cual las personas se espantaban al verlo por los pasillos.

Un mes, fue lo que aguantaron los médicos. Un mes, de continuas quejas. “Mi esposo cada vez que lo ve pasar por su habitación, se angustia. Cree que es la muerte misma, que lo viene a buscar” “Si no tiene un familiar al que visitar, ¿qué hace aquí?” “Tienen que llamar a seguridad, a la policía, o a alguien, que se encargue de él” Y ante esos reclamos, solo había una respuesta. “Compréndanlo, por favor, su esposa ha muerto recientemente. Necesita un tiempo para asimilarlo” (Los médicos creían que él, paulatinamente dejaría de ir al hospital)

A principios de ese mes, llegó una nueva enfermera, Laura. Ella logró conversar poco a poco con Ramiro. Aunque al principio él se mostraba sin ningún ánimo de hablar, lo tuvo que hacer a regañadientes, dada la insistencia de la enfermera. Esa actitud continuamente afligida, cambió al día siguiente del encuentro con ese niño.

Ese día, él llegó más temprano que de costumbre. Saludó a todo el que se le cruzó, y en cuanto vio a Laura hizo lo mismo. Asombrada por aquella acción (ella siempre era la que saludaba a Ramiro) le dijo: “Me alegro mucho de que hayas sido tú quien me saludara” Después de esa frase, estaba por despedirse de él, para continuar con su trabajo. Pero, él la detuvo sujetándole el brazo. Todos en la recepción enmudecieron al ver esa escena. “Por favor, quiero ir al cuarto piso. Ayúdame” Le susurró a la enfermera. Ella no podía creer que él le estuviese pidiendo ayuda, y como se percató de la angustia en su rostro, se soltó, para hacer lo mismo que él había hecho con ella, llevándolo al ascensor.

“Sigue siendo lo más amable que puedas. Así no te echarán. Si te preguntan, explícales tu razón. El motivo por el que estás aquí…Cuando haya terminado mi trabajo vendré a verte” Laura bajó por las escaleras, luego de acompañarlo hasta el cuarto piso. Y entonces Ramiro empezó a buscar la habitación del niño.

Al encontrarla, tocó la puerta sin respuesta alguna. Tocó un poco más fuerte. Nada. Tocó aún más fuerte. Silencio. Cuando estaba por rendirse, sintió que jalaban su camisa hacia abajo. “Señor, solo quería salir un momento. No se enfade” En ese instante una sonrisa se empezaba a dibujar en esa alma dolida, que veía con una mirada cálida al niño del rostro vendado, al que solo se le había permitido tener los ojos a la vista.

22 mayo, 2013

La vida continúa


Caminaba por aquellos pasillos, grabados en su memoria. Tan temidos, tan odiados. El frío emana de todos lados. Insoportable…todo huele a sufrimiento y muerte.

Así lo veía Ramiro, hombre de cuarenta y cinco. Viudo de Penélope, su amada mujer, que agonizó en esos pasillos, donde él ahora estaba. “¡Maldito país, maldita ciudad, maldito hospital!” Su rabia era contra Dios, contra el mundo. No podía entender, ¿por qué tuvo que ocurrir así? ¿Por qué se le dio una falsa esperanza, una angustia de varios días?

Miraba a través de algunas puertas entreabiertas, rostros apagados, taciturnos. Personas orando, leyendo biblias. Miradas tristes, vacías, abismales. No había atisbo de mejora en esos pacientes, y aun así muchos de ellos se salvaban, regresaban a sus vidas normales, quizás algo más agradecidos, o quizás no. Pero, lo importante, era que volvían, volvían a sentir a sus seres amados, volvían a sentirse ellos mismos. Pero con Penélope, fue distinto, Penélope sonreía, acariciaba la mejilla de Ramiro, lo amaba aun estando enferma, tenías esperanzas…

“Ramiro, debería irse, los médicos se enterarán y lo echarán…¡Ramiro!” La voz de Ana, le advirtió, pero, él ni se inmutó. Siguió caminando hasta subir al cuarto piso, un terreno inexplorado, al que jamás había ido. Sin embargo, esta vez, su cuerpo y su mente se habían desconectado. Para cuando se percató en dónde estaba, un niño ya lo estaba mirando desde una habitación.

Fueron segundos de contacto visual. Los enormes ojos del niño, estremecieron a Ramiro, quien no pudo contenerse y salió corriendo hacia el ascensor. Mientras bajaba al primer piso, él recordaba las vendas que cubrían parte de ese rostro, al que solo se le había permitido tener los ojos a la vista. 

“Si algo me hubiese pasado así de niño, no lo hubiese podido resistir” pensaba Ramiro, mientras presuroso buscaba a Ana. Pero antes de encontrarla, dos hombres de seguridad lo sujetaron de los brazos. “Ya me voy, solo quiero hablar con la enfermera Ana Gutiérrez, por favor” les suplicaba mientras lo llevaban hacia la salida. “Ya tenemos suficiente de usted señor, ¿no se da cuenta que obstaculiza el trabajo de las enfermeras? Hace que los doctores no se sientan cómodos, quizá, si usted fuese menos apático, menos malhumorado, les agradaría, pero no. Hasta los pacientes se quejan de usted” le dijo uno de ellos.

Aun así Ramiro luchó por escapar. Y fue tal su fuerza, que ya estando afuera del hospital, logró soltarse, pero cayó al suelo, abatido, quedándose allí por un momento, hasta que tuvo que irse a casa.

20 febrero, 2013

No te vayas con el viento (tercera parte)


¿Qué querían esos ojos? Una mirada profunda. Parecía que miraba dentro de mi alma, y develaba mis secretos.

Esperé unos minutos hasta tener mi bebida. Me alejé, con dirección a Walter, pero recordé lo descortés que había sido con Melisa. Así que tuve que cambiar mi rumbo…subí dos pisos hasta llegar a la terraza. (No les digo cuánto me demoré para llegar allí, porque imagino que ya entendieron que esa “casa” era gigantesca)

Al momento de llegar, sentí la brisa helada que nos indica que la madrugada llegó. Y entonces me puse a pensar, cuando vi mi reloj: “Es la una en punto. Imagino que dentro de una hora, todos los que tenemos que trabajar, nos iremos… definitivamente, una noche como cualquier otra…cualquier noche es igual si no está ella…”

Mi mente seguía divagando mientras estaba recostado en el barandal, hasta que una mano tocó mi cabeza. Me di la vuelta para saber de quién se trataba. ¡Los mismos ojos de antes! Para ese momento su sonrisa también me seguía. Yo la miré desconcertado.

“Sebastian, ¿verdad? Un gusto conocerte” “¿Cómo conoce mi nombre?” pensé. “Ven siéntate, parece que tienes muchas cosas atragantadas en el alma” Cuando terminó de decirlo se sentó en una silla próxima al barandal. Yo la imité, para saber a dónde quería llegar. Estábamos los dos, frente a frente, separados por una mesa. “Desahógate” me dijo. Entonces, yo empecé a contarle… (hasta el día de hoy, pienso que por efecto del alcohol, empecé a hablar de mi vida a una desconocida)

Cuando terminé de contarle mi historia, me dijo: “Sabes, yo pienso que el amor es como el viento. Es libre. No puede estar enjaulado. Quizás la mujer con la que estuviste sintió ganas de vivir otras cosas antes del matrimonio. Pero tú te empeñaste en hacerle creer que casarse era el paso siguiente. Finalmente ella no lo soportó y te dejó. Así fue. Aunque no fue tu culpa, cada persona tiene una visión distinta de lo que quiere en el futuro. Aun así, tú quisiste que se quedase, le rogaste, pero la decisión ya estaba tomada. Ella se fue con el viento, aunque tú le pediste que no te dejara...tienes que aceptarlo. Vivir tu presente, porque el pasado se quedó atrás. Así se de simple. Supéralo y sigue”

No le dije nada. Tomé un trago y me puse a ver las estrellas. Fucking estrellas, me hicieron recordarla con dolor por última vez. (Pero, al menos fue por última vez). Y cuando estaba por cerrar mis ojos para dormirme, ella se levantó de su silla, me besó en la mejilla susurrándome al oído: “No lo olvides” (Nunca lo olvidé)

Al momento de despertarme estaba en mi cama. Eduardo estaba mirando por la ventana. “Por fin te levantas, haragán. Tuve que decirle al jefe que te enfermaste.” Lo único que atiné a decirle fue: “¿Quién era la chica?” Me miró extrañado. “¿De qué me hablas?” Le respondí: “La chica con la que estuve hablando” Su rostro se tornó pensativo, y después de unos segundos me contestó: “Ayer no te dije nada, porque vi que hablabas con ella. Así que supuse que sí sabías quién era… ella era una prima de Sara…” En ese momento sentí un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo. ¡La chica misteriosa me conocía, y conocía mi historia! Aun así quiso escucharme y ayudarme. Darme palabras de aliento. Me sentí agradecido con aquella chica, pero no pude mostrarle mi gratitud, porque el mismo día viajó, según me enteré por las amigas de Eduardo.

Desde ese día me esforcé para continuar con mi vida. Mi novia me dejó porque la asfixié con el tema del matrimonio. Pero, me centré en la idea de que ella no era la indicada. (Y ciertamente no lo fue)

Ahora, estoy casado y con un hermoso hijo, que hace que quiera más la vida. Y las cosas no pudieron haber salido mejor.


25 enero, 2013

No te vayas con el viento (segunda parte)


Algunas conocidos de la oficina, se acercaban, me saludaban y luego cuando estaban lejos de mí, creyendo que no podía escucharlos, murmuraban: “¿Sabías que tenía planeado pedirle matrimonio a su enamorada?” “Creo que la flaca lo engañaba” “Pobre brother

Así es como nacieron unas tremendas ganas de meterme en una pelea, y que el dolor fuese corporal…no las iniciaba, porque necesitaba más alcohol. Quería beber lo “suficiente” para que al día siguiente me despertaran con: “Oye, ayer le empezaste a pegar al gordo de Recursos Humanos, sin razón, de una te le lanzaste”. Y yo respondería: “No recuerdo, pero si le pegué, debí haber tenido un motivo”

Quería embriagarme, en serio, quería ser el protagonista de la canción “La Copa Rota”. Y me hubiese emborrachado, si es que Eduardo y Walter no me hubiesen detenido. No supe más de Cristian y de Andre en toda la noche, así que ya se pueden hacer una idea de lo grande que era aquella “casa”.

El dueño de la fiesta al verme, adivinando mi cometido, me quitó el vaso de whisky y me llevó hacia otro ambiente de la casa. “Oye, me enteré de lo que te pasó, pero nada justifica que quieras hacer un alboroto. Deja que hablen, ya luego se cansarán. Tú disfruta de la fiesta…Más bien, ahora te llevaré para que veas a algunas amigas…Colega, a pesar de que uno invita a algunas cuantas primas, y se les dice que será una pequeña reunión, estas traen a sus amigas, y a las amigas de sus amigas. Lo bueno de todo esto, es que uno…” Lo interrumpí. “Bueno, ¿cómo pretendías que no viniese mucha gente?, si esta no es una casa, ¡es una mansión!”

Llegamos a otra gran sala, llena de tabaco, licor y risas. Eduardo me miró y soltó una carcajada. “Anda, allí tienes para que las conozcas, y te distraigas. Diviértete… pero no mucho, recuerda que mañana hay chamba” Se despidió dándome dos palmaditas en el hombro, mientras yo me quedaba quieto, inmóvil, indeciso. Busqué algún rostro conocido. No hubo éxito por unos minutos. Hasta que Walter, alzó su mano llamándome. “Qué bueno que encontré a alguien”, pensé.

Caminé abriéndome paso entre todos esos grupos alegres que se habían formado. Grupos de hasta siete personas. Todos bebiendo, riendo, charlando. Y yo solo queriendo emborracharme, para no acordarme de nada. Con ese pensamiento negativo llegué hasta Walter. Pero, antes de que pudiese reaccionar y decirle que iba a ir por unos tragos, me dijo: “Te presento a Melisa. Melisa, él es mi amigo Sebastian” Fue entonces, que destrozando todo tipo de galantería y caballerosidad, dije: “Ya vengo, voy por unos tragos”. Me fui raudamente. “No tengo ganas de conocer a nadie, no me importa nada” pensé.  Y cuando estaba a punto de llegar a la barra, sentí que me miraban. Volteé para percatarme, y efectivamente, una chica, vestida con una blusa negra tenía sus ojos en mí, con algo más que una mirada curiosa.

06 enero, 2013

No te vayas con el viento


“Que se haya terminado, no significa que tu vida también, pedazo de idiota” “¿Crees que ella está deprimida, encerrada en su cuarto?” “No seas maricón” Esas fueron algunas de las frases alentadoras, que mis amigos me dijeron. Sí, claro… alentadoras… pero su intención era buena, y eso me mantenía algo tranquilo.

Ellos querían que vaya a la casa de Eduardo, un colega del trabajo. Recientemente lo habían ascendido de puesto, y por este motivo organizó una reunión pequeña, “solamente entre nosotros” fue lo que nos dijo. Yo, por supuesto, no tenía ni la más mínima intención de ir. Pero, los gritos de mis compañeros, hicieron que me espabilara por un momento, y fue así que mi cerebro le gritó a mi autoestima: “Tienes que ir Sebastian, tienes que despejar tu mente, distraerte… y olvidarte de ella”

Mis amigos me esperaban afuera del edificio donde vivía, eso fue lo que vi por las cortinas de mi ventana, cuando ya me había cambiado de ropa. Un nudo en mi garganta se formaba entonces, y el pequeño discurso de mi cerebro perdía, por cada escalón que bajaba, la intensidad con la que había sido dicho. Así, cuando llegué a encontrarme de nuevo con mis colegas, me dijeron: “tienes la misma cara de hace unas horas, un tremendo huevón”

Recuerdo que en ese viaje hasta la casa de Eduardo, mis sentidos me traicionaron. Los sonidos de la noche me hacían recordar su risa, mezclada entre alcohol y alegría; cada chica que veía, por el retrovisor del auto de Cristian, me hacía pensar: “Nadie será como ella…” Lo que me salvó de no volverme loco, en ese viaje, fueron los golpes de Andre. “Un golpe, por cada vez que pongas esa cara de melancólico”

Eran las diez y media cuando llegamos a la “casa” de Eduardo. Yo, desde que la vi, pensé: “¡Vive en una fucking mansión!” Cuando volteé a ver a mis amigos, todos tenían la misma cara. “Viviendo en una casa así, Eduardo debería ser el presidente de la compañía” dijo Cristian. Todos asintieron, menos yo, que nuevamente había empezado a recordarla, pero antes de que la besara en mis pensamientos, otro golpe de Andre me hizo reaccionar.

“¡Amigos! Pasen, están en su casa” Así fue como nos recibió Eduardo al abrirnos la puerta de su casa. El auto donde habíamos venido estaba ya estacionado en su inmenso patio. Mientras nosotros cuatro entrábamos a la “pequeña reunión”. Sí, claro… tan pequeña, que si hubiese tenido tiempo de contar a todos los invitados, me hubiese tomado toda la noche.

Y allí estaba yo, como "el pobrecito al que lo dejó su novia, a vísperas de que él le propusiera matrimonio” (Y sin embargo, actualmente, se siente estupendamente contento, de que las cosas no hayan salido como él las planeó)