19 diciembre, 2018

Cuento de no Navidad

“Sólo Dios y dos personas que se encuentren aquí pueden reprender mi comportamiento: quien haya ayudado a esta señora de alguna forma, ya sea con un alivio espiritual o económico…y yo”

Muchos curiosos miraban a la mujer que seguía sujetando el abrigo del hombre que había pronunciado estas últimas palabras. Otros tantos murmuraban. Pero nadie se atrevía a alzar la voz, a tirar la primera piedra. Luego de pasado unos minutos, el hombre logró zafarse y seguir su caminado, raudamente, como cuando salió de casa, maldiciendo la comida insulsa que le había preparado su mujer.

Tenía que llegar a comprar los regalos que había olvidado la noche anterior. Iba velozmente por las calles mugrientas y llenas de baches, de vez en cuando tropezándose, a pesar de ya vivir allí más de treinta años. Trataba de no chocarse con ninguna persona, empresa verdaderamente complicada por ser veinticuatro, y quizás lo hubiese logrado si no hubiese encontrado a esa viejecita vagabunda que salió de un rincón de una casa y lo sujetó diciendo “Por favor, tengo hambre y frío”

Dos recuerdos convergieron en aquel hombre. En uno, su anciana abuela le decía que él era un hombre de bien. Que era bueno, y que siga siempre su camino recto. En otro, los gritos de su esposa recriminándole su olvido, tan cerca de la cena navideña. “Mi familia entera llegará y tú olvidándote de lo importante. Te lo repetí mil veces” Fue cuando recordaba esto último que un señor de mediana edad se le acercó y le dijo: “Dale tu abrigo. Se nota que eres de dinero” Otros tantos empezaron a acercarse ante el gesto negativo del hombre. Estas fueron las circunstancias que llevaron a sus palabras.

“Solo yo entonces quedo. Solo yo debía darle algo de descanso a aquella mujer… ¿por qué no hice nada? ¿Por qué no hice nada? ¿Por qué no hice nada?...” Esta última pregunta se le había astillado en la mente mientras esperaba en la cola del supermercado. “Quizás más tarde la pueda volver a ver, o quizás mañana. Le compraré algo” Esto último fue la autodefensa que su mente había creado para no sentir angustia. Se sintió algo aliviado al volver a la cola con otro regalo. Sin embargo, al pasar por el mismo camino, la anciana ya no estaba.

Esa misma noche a las nueve comenzó una lluvia torrencial. La familia de su esposa no pudo llegar a la cena, ya que las pistas estaban bloqueadas. La ciudad no tenía un sistema de drenaje y todo era un caos, aún mayor que un día normal. Finalmente dos días después sus suegros y cuñados llegaron. Se tuvo un delicioso almuerzo, y por supuesto, hubo la apertura de regalos. Cuando todos tenían el suyo, uno de sus sobrinos, extrañado, preguntó por el sobrante. Es entonces que el hombre recordó a la anciana. Aunque este pensamiento solo duró unos minutos. Se desvaneció. Al día siguiente, mientras desayunaba, leyó en el periódico: “Anciana, quien vivía en las calles, muere en caos por lluvias” El hombre siguió tomando su amargo café.
 

26 abril, 2018

Cuento en un súper

Un trabajo mediocre… era lo que pensaba a las pocas semanas de haber conseguido el puesto de vigilante de cámaras en un centro comercial. No es precisamente el nombre de mi puesto, pero se puede entender lo que hacía. Y si no, lo puedo resumir a: revisión de los vídeos de las cámaras de vigilancia. Mi horario de trabajo era toda la mañana y un par de horas en la noche en el momento del cierre.

No me quejaba a pesar de la poca paga y de la nula relación con mis compañeros de trabajo. Lo único que hacía era saludarlos al llegar, y despedirme al salir. Ni siquiera me trataban de invitar a los torneos de fútbol que organizaban o a sus fiestas, de las que siempre hablaban al día siguiente. No estoy seguro del porqué, pero así era. O quizá sí tenía algo de noción de la causa probable: de niño una adivina me dijo que mi aura era terrible. Yo nunca lo creí. Pero aquí estaba en mi situación casi asocial.

En el aspecto familiar era, digamos, una cáscara vacía. Ya no tenía padres y los primos y tíos que me quedaban ya se habían olvidado de mí para cuando conseguí el trabajo. Y ni hablar de las relaciones amorosas. Allí era un total y rotundo desastre.

En este caos social que mi vida se había convertido, descubrí un pasatiempo. Y aunque suene al principio un tanto extraño o desconcertante, creo firmemente que cualquiera podría caer en esto. Aunque caer es un tanto extremo; sólo era espiar a ciertas personas, las cuales, o me parecían extremamente bellas o me causaban una inquieta curiosidad.

Así es como conocí a un chico, el cual concentró toda mi atención. Tenía un aire ordinario, hasta podría decirse que vulgar. De baja estatura, y complexión gruesa. Su mirada solía reflejar tristeza a la vez que abstracción. De treinta y pico años, su caminar era pausado y a veces hasta torpe. Todos los sábados compraba víveres. Rara vez lo veía otro día.

Era una rutina su vida, al igual que la mía. Llegar, elegir verduras, frutas, golosinas. Ir a la caja, pagar e irse. Pero, a diferencia de la mía, la suya tenía sobresaltos. Y eran éstos los que logré degustar.

Una vez, me trajo la novedad de ir con una chica. Aunque al final no compraron nada. Pasearon, vieron ollas, platos, cuchillos, en fin, utensilios de cocina. En un momento creí que tenían planes de formar un hogar. Aunque ese momento se desvaneció rápidamente. En su cara se notaba ansiedad y algo de timidez. Ella, sin embargo tenía una expresión que no lograba descifrar, pero que me daba mal augurio.

Luego de varios sábados que fue solo, llegó uno en el que estaba totalmente decaído. Era la primera vez que lo veía así. Derrotado, y con una mirada perdida en el suelo. Fue a la sección de cocina, y su rostro se contrajo. Quería llorar. Me compadecí de él y le dije unas palabras de aliento en mi cabeza. Esto se repitió durante un mes. Era lamentable, aunque poco a poco, lentamente, fue pasando por esa sección sin pararse a contemplar todo y quedarse embobado.

Pasado este suceso luego de muchos meses de rutina cansina, su caminar lento, que había mutado en uno aún más lento, pronto empezó a convertirse en uno alegre, con pasos que parecían ir de acuerdo a la música que llevaba en su celular. Esta etapa en su vida me alegró, sentí su felicidad, y es por ello que comencé a llevar una pequeña radio a mi trabajo. Así intenté sentir la vibración de la música para que se colara en mi corazón casi desértico.

Por supuesto que este cambio de aura nos ayudó a ambos. Y había una razón para esto: una chica. Otra vez trajo una mujer consigo, pero aquí me di cuenta de que él se sentía más seguro y confiado. Aunque curiosamente hicieron la misma rutina: no compraron nada, yendo solo a ver, sólo que esta vez fueron lavadoras, cocinas, electrodomésticos. Nuevamente creí que buscaban formar un hogar y nuevamente tuve un mal presentimiento, el cual se prolongó durante varias semanas. Aquí fue cuando empezó la caída estrepitosa y el final del carrusel.

Mi propia alegría había hecho que ya no fuera el tipo que miraba los vídeos, sino el tipo que ponía música con volumen alto. Dejé de ser alguien olvidable para convertirme en alguien medianamente bien visto. Al parecer mi gusto musical era del agrado de la mayoría, pero aún quedaban algunos a los que mi presencia molestaba, no como una cucaracha que, sabes que traerá enfermedades, sino como a una hormiga que aplastas por el solo hecho de deshacerte de ella. Y es así que fui despedido. Tuve muchos años en los que pasé desapercibido, y luego de un mes de comenzar con la música fui reconocido y esto me llevó a ser despedido. Mi estancia se hubiese prolongado si hubiese quedado en plena oscuridad. Muchos creerán que mi nueva rutina no estaría relacionada o que quizá la causa de mi pérdida laboral haya sido el volumen excesivo, pero créanme que no fue así. Sus rostros el último día, de todos y cada uno de ellos, se tornaron oscuros. Estaban llenos de desprecio.

Y fue el último día de mi trabajo que pude ver el desenlace del chico. Volvió a la recaída espantosa. Aunque esta vez fue peor. Su rostro denotaba cansancio. Sus ojos tenían un espantoso color rojo. Dolía verlo. Supuse que la chica ya no lo acompañaba en su vida. Aunque, claro, jamás supe el porqué. Solo le ofrecí un triste “buena suerte” a su vida, que ya no sería parte de la mía.