31 diciembre, 2013

Mi historia con ella (segunda parte)


“Señorita, ¡disculpe!”, recuerdo que le dije. “¿Qué tal le ha parecido el libro?” (Ni siquiera me tomé la molestia de saludarla) Ella volteó hacia mí, con unos lentes oscuros, que hacían juego con su vestido negro. Sentí que me miró, con desdén, y me dijo, rápidamente: “No lo he leído, y disculpe, no tengo tiempo para hablar con extraños” 

Jamás en mi vida, me habían hablado con tal insolencia. A mí, un respetado escritor. Al que le aguardaban incontables premios gracias a su impecable trabajo. Pero, parecía que ella era una analfabeta, que sólo quería aparentar ser culta, por llevar un libro debajo del brazo. Y para el colmo, ¡era un libro mío! Me enfurecí, y antes de que ella se fuera, le dije: “¿Qué haces con libros que no vas a leer? La lectura no es moda, es…” Antes de siquiera comenzar mi pequeño discurso ante la desconocida de cabello ondulado, me interrumpió. “No es un libro para mí. No lo he comprado para mí. Y hasta aquí se acabó la conversación” Acto seguido, me dio la espalda, siguiendo su camino.

Seguía furioso, y por ello, con ganas de hacerle saber de lo que se perdía, la seguí nuevamente y alcé la voz para que me escuchara: “Aunque no sea tuyo, ¿no te apetece leerlo?” Me sentía ganador una vez terminada mi frase, tan corta, pero que creía efectiva. Sin embargo a la chica de cintura delgada, no pareció afectarle en nada. Se paró a mitad de la calle, llamó un taxi. Y al momento de abrir la puerta, me dijo, sin emoción alguna: “Para nada” 

Su respuesta me dejó helado. Tanto me desconcertó la idea de que alguien ignorara mi libro, que me quedé inmóvil por varios minutos. “El mundo está al revés” es lo que pensaba. ¿Cómo podría alguien no querer leerme?

Cuando pude por fin reaccionar, un niño me estaba pidiendo limosna. Recuerdo que le dije que no gritándole. El niño se fue corriendo. Me hervía la sangre, aún más con la gente que me miraba y murmuraba en la calle. “Es un demente”, “¿qué clase de persona le grita a un niño así?” Quería en esos momentos pegarle a alguno de ellos. Pero, mi reputación se mancharía. Así que decidí regresar a casa con las medicinas.

Al llegar, mi madre notó mi sufrimiento, a pesar de que quería ocultarlo esbozando algunas sonrisas. “¿Qué te aflige?” “Nada, madre” “No me mientas hijo, te conozco más de lo que tú te conoces” No pude hacer más que contarle que una mujer había destrozado mi esperanza de ser reconocido como escritor. Se lo dije así, sinceramente, porque mi corazón sólo se abría con sus palabras. Ella, al terminar de oír mi historia, me besó la frente, y me dijo: “Esa mujer llegó para cambiar tu mentalidad, cambiar tu perspectiva. Quien sabe, quizás estaban destinados a conocerse” Fingí reírme con su respuesta, porque mi mente no se ponía de acuerdo en qué creer. En ese momento, el teléfono de casa sonó. Yo contesté… ¡era la voz de aquella mujer! No podía equivocarme. ¡Era ella y llamaba a mi madre! “Aló, buenas tardes” “Bu…buenas tardes” “Buenas, ¿se encuentra Carmen Valle?”


07 diciembre, 2013

Mi historia con ella


Mi nombre nunca estuvo en las bibliotecas de renombre, ni mi rostro en los textos educativos. Aun así me sentía una celebridad, toda una eminencia literaria. Y por ello mis homólogos siempre me tuvieron envidia (eso es lo que creía)

Podría recordar tantas situaciones, y todas ellas me daban la razón. Todas ellas alimentaban mi ego. Por ejemplo, un día, me invitó un conocido a la presentación de su libro. Una historia simple, tan falta de imaginación, que se me ocurrió empezar a revelar sus fallas en pleno evento (por supuesto que para esto, ya tenía una copia desde hacía unos días) Pero, en pleno ejercicio de mi pequeño experimento, llegó un hombre de seguridad y me dijo, sin que se enteraran los demás invitados: “tienes que retirarte”. Entonces, indignado busqué con la mirada a Gaitán, mi conocido. Y cuando lo encontré, me ignoró. Es por eso que me fui pacíficamente (jamás me han gustado las peleas)

Al principio no lo entendí. No comprendí el motivo del disgusto de mi compañero. Mi ego me había nublado tanto, que aquello escapaba de mi exiguo razonamiento. “Todo comenzaba en mí y todo terminaba conmigo”. Ese era uno de mis pensamientos recurrentes en esa época de mi vida. Pero, poco a poco, esto fue cambiando. Las cartas a eventos dejaron de llegar. Los mensajes de mis admiradores dejaron de asomarse por mi correo electrónico. Los editores empezaron a rechazar mis trabajos.

Mi ego empezó a menguar. Eran pocos los que me soportaban, los que querían reunirse conmigo; y como el ego necesita de alimento, de personas que supuestamente están por debajo de uno, éste empezó a decaer. Así, fue como llegó la frustración (no conseguía escribir más de 3 párrafos, antes de borrarlo todo y comenzar nuevamente) Comencé a despreciar al mundo. A aquellos que se estaban riendo de mí (era lo que pensaba, que todo era una trampa para que dejara de escribir, y así dejar el camino libre a escritores párvulos)

Lo único que me mantenía atado a la lógica y a un sentimiento puro, era el amor que le tenía a mi madre. Una mujer de 65 años, que sufría una fuerte osteoporosis y que sin embargo, podía darme un abrazo tan fuerte como el de un oso. Un abrazo que se daba una vez por semana, cuando la iba a visitar y le compraba lo que necesitaba.

Un día, fui a comprarle sus medicinas. En la tienda, había cola para pedir los productos así que me dispuse a esperar, a contar los minutos y a maldecir por el tiempo que estaba perdiendo. ¡Cada segundo que perdía, era un segundo ganado para aquel escritor que buscaba quitarme mi lugar!

Para cuando estaba a punto de llegar a pedir la medicina, me percaté en el libro que tenía una chica que estaba por irse de la farmacia. ¡Era un libro que había escrito! “La agonía del dolor” era el título. ¡Un admirador estaba tan cerca a mí, luego de tantos meses sin ver uno! Era el escenario perfecto para que hablara con él. Así que salí de la cola y la seguí.