31 mayo, 2012

Pero, cuando llegó...

Alberto era un joven apático y observador. Tenía un hábito extraño, que desarrolló de niño: a cada persona que conocía, tenía que investigarla. El asunto hubiese quedado en un juego, si es que Alberto se hubiera relacionado con otros niños de su edad. Pero, con el pasar de los años, se agravó la situación. El adolescente se había ganado el apelativo de “raro”, “extraño”. En todo el barrio se corría el rumor de que practicaba brujería en el sótano de su casa, que comía carne cruda, que se tatuaba por cada animal que sacrificaba, sin embargo todo era falso; nadie se había percatado de lo que en verdad hacía el muchacho.

El “raro” jamás se inmutaba por lo que decían de él, ni siquiera cuando se lo decían en su cara y le pegaban. Él solamente se encofaba, de forma ordenada, en su peculiar ocio. Su metodología era, la mayoría de veces, simple:

Primero, presentarse al visitante, ya sea un nuevo vecino, o un nuevo compañero de instituto. Ser lo más carismático y afable que se pueda, pero sin llegar a incomodar al recién llegado. Segundo, conocer su casa, (después de una o dos semanas, según el sujeto). Ser respetuoso al conocer a la familia, y ser lo más encantador para las mujeres de la misma. Tercero, seleccionar la información más relevante, para guardarla en fólderes especiales (¿han escuchados de los taxónomos, o de los coleccionistas de especies raras? Pues bien, Alberto era una especie de taxónomo, pero que clasificaba a las personas, como si fuesen especímenes a los que se debe analizar)

Cuando ya tenía todo reunido buscaba desaparecer de la vida de los “sujetos de prueba”. Lo hacía, básicamente, al mostrarse huraño y hasta agresivo contra aquellos, quienes habían sido antes sus “amigos”.

Todo era limpio, perfecto, cuando las cosas eran así de simples, pero por cada veinte casos de esa naturaleza, aparecía uno, que complicaba todo el proceso inmaculado. A veces Alberto tenía que ser el “novio de”, o el “hermano de”, para lograr su cometido, y aun así se le hacía difícil, porque mayormente esas familias eran cerradas a la comunicación. Existieron casos en los que se demoró hasta cinco meses para lograr “clasificar” a una familia en sus peculiares fólderes.

Pero, lo que no sabía, era que en su último año en el instituto, encontraría un caso único, un caso que le abriría los ojos a un nuevo mundo…