25 octubre, 2013

Entre mis cavilaciones de amor


Sentado. Frente a una computadora. Mis dedos teclean, tac, tac, tac. El sonido cotidiano de mis ideas escurriéndose en una hoja virtual. Un día casi como cualquier otro, a excepción de que esta vez escribiré sobre algo distinto. Algo inusual, algo que nunca me había ocurrido en toda mi vida. Aquello que estremece a los poetas. Lo que mueve a la tercera parte del mundo (sí, a la tercera, porque creo firmemente, que las otras dos se mueven por el miedo y el odio) 

Y por estas pequeñas pistas, imagino que cualquiera que lea mi pequeño relato, habrá descifrado la incógnita… el néctar de la vida por antonomasia, ¡el amor! Pero no el amor fraternal, ni tampoco el maternal. Sino el más impuro de todos. El que borra amistades, el que separa hermanos, familias, el que trastorna e inclina al hombre y/o mujer a cometer atrocidades. El tipo de amor, que a veces no se considera como tal, y que sin embargo yo sí lo nombro así, porque ¿acaso no es amor todo aquello que consideramos digno de proteger, aquello que buscamos toda la vida, y que nos da felicidad? 

Era, precisamente aquello que había encontrado: el tormento…y la felicidad eternas. El desasosiego… y la paz, perennes. Todas las emociones existentes se mezclaban en mi cabeza. Había encontrado por fin a mi musa. Quien le daría color a mi vida monótona. La había encontrado, pero ella ni siquiera notaba mi existencia.

Ella, me llevaba uno o dos años. Practicaba básquet. Era muy simpática y alegre. Daba una sonrisa a quien sea que la saludara. Era gratificante hablar con ella, o al menos eso era lo que me habían contado mis compañeros de universidad. Yo jamás me acerqué a saludarla, solo averigüé sus hábitos día tras día para seguirla, y así inspirar mis propios días. La espiaba, pero era prudente, a la hora de hacerlo; cualquier error podía pagarse con el hecho de no poder verla más. Conocía el riesgo, pero aun así necesitaba hacerlo, porque cuando uno está enamorado busca cualquier forma de ver a su amada.

También aprendí sus horarios. Sabía a qué hora entraba, a qué hora salía. Qué cursos llevaba, quiénes eran sus amigos más cercanos. Poco a poco también me enteré de algunos de sus logros, de su personalidad. Toda la información era, por supuesto, brindada por amigos que querían ayudarme. Que creían que me ayudaban. Pero ciertamente, con cada detalle mis ansias de conocerla más, aumentaban. Una especie de enfermedad, de obsesión enfermiza me mantenía atado a ella. Ahora creo que lo reconozco. O solo quizás era un amor distinto. Sea como sea, yo sentía algo dentro de mí. Un nudo se formaba en mi pecho cuando no la veía.

Todo esto lo seguí haciendo semana tras semana. Sin embargo, llegó un día, que no me era suficiente verla en la universidad. Entonces, empecé a seguirla a su casa, a tomarle fotos, a grabarla. Y así pasó un mes, hasta que nuevamente no me sentí conforme con lo que había logrado. Quería más, necesitaba más. Aunque para ese entonces mi cuarto estaba lleno de sus fotografías, mi amor iba más allá de cualquier raciocinio, y el deseo estaba por encima de cualquier otra cosa en mi vida.