01 noviembre, 2013

Entre mis cavilaciones de amor (segunda parte)


No sabía qué más hacer. Entrar a su casa, escribirle una carta, un correo; pensé en tantas opciones, pero ninguna me parecía correcta. ¿Acaso tenía que romper la barrera que nos separaba para conseguir más de ella?

Día tras día, los pensamientos me destrozaban por dentro. Me insistía a mí mismo que no debía acercarme tanto, porque si ella se daba cuenta de mi amor, quizá podría no corresponderlo, quizá sentir asco, rabia. No quería arriesgar todo lo que había logrado. Estaba en un dilema, del que pensaba no podría salir, hasta que sucedió lo más inesperado.

Era un viernes, lo recuerdo bien. Ella estaba por terminar su práctica de baloncesto. Yo, sentado en una banca a unos metros de ella, con un libro en mis manos. De lejos parecía, que estaba leyendo, pero solo era mi cubierta para poder verla sin causar sospechas. Y en el transcurrir del partido, noté algo extraño: ella a veces ¡me miraba! Disimuladamente, pero lo hacía. Mi corazón latía mucho, creí que estaba imaginándolo. Tuvo que repetirse unas cuatro veces para darme cuenta que no era un sueño. Era real.

Seguí observándola, hasta que terminó su entrenamiento. Y cuando estaba por irse, se le cayó un papel. Pensé en advertirle, pero me detuve. Dudé. Me quedé sentado en el mismo lugar una media hora hasta que me atreví a levantarme y ver qué contenía ese papel. La sorpresa fue tal, que tuve que leerlo muchas veces, hasta que me grabé su contenido:

“Sé que me observas. Lo haces casi todo el tiempo. Pero, quiero que sepas, que aunque me parece un poco raro…también me gusta. Quiero que vengas a mi casa. Necesito conocerte. No te daré mi dirección, porque imagino que ya la sabes”

Sentía que había ganado, pero a la vez, perdido. Ella me había aceptado, pero fracasé en no ser notado. Me había atrapado. No había forma de huir. La barrera estaba casi rota. Pero, no era yo quien había dado el primer paso. 

Cuando llegué a su casa, toqué el timbre. Una señora, un poco robusta, me recibió y me dijo que subiera, que no tardaban en llegar los demás. “¿Llegar los demás?”, pensé. No le di importancia. Subí al segundo piso, y escuché su voz: “Ven, pasa” Entré a su cuarto con mucho nerviosismo. Ella me miró de pies a cabeza, no me dijo nada. Volteó el monitor de su computadora, para que yo viera. Me acerqué. El vídeo tenía una canción melancólica y un fondo negro con las siguientes palabras: “Eddie es un estudiante raro. Tan raro, que todos se alejan de él. Tan raro que empezó a espiar a sus compañeros” Me paralicé cuando lo leí, pero aún había más: “También es tonto, tan tonto que creía que nadie se había dado cuenta de lo que hacía. Tan tonto que creyó que podía conseguir a una chica linda” 

Era suficiente. Más de lo que podía permitir. Reaccioné en cuestión de segundos. Con una mano tapé la boca de mi antiguo amor y con la otra agarré una regla metálica. Sin pensarlo se la clavé en un ojo. El sonido fue brutal, siniestro, poético. La sangre corrió como un río por su cara. Quiso escapar. Me mordió la mano, pero creo que por la adrenalina no lo sentí, hasta después de destrozarle el otro globo ocular. Creí por unos segundos que había muerto, pero volvió a moverse, tratando de liberarse. No lo permití. Y con una tijera terminé su sufrimiento, enterrándosela en la frente. Entre lo que habían sido sus ojos, aquellos que formaban parte de mis recuerdos y mis pensamientos.

Para cuando volví a la realidad, ella estaba echada en su cama, llena de sangre. Me pareció grotesco, así que le puse una almohada encima de su rostro. Creí, entonces, que ya era momento de irme, hasta que escuché el timbre, la puerta principal que se abría. Sabía lo que me esperaba, así que decidí cerrar la puerta con seguro y como otros tantos días, aunque esta vez no fuera en mi laptop, empecé a escribir.