Su madre lo abrazó, y
le dijo: “¡Mira a quién tenemos aquí! ¡Tu amiga de la infancia! ¿Por qué no me
dijiste que había regresado del extranjero?”
Los recuerdos llegaron
súbitamente, la cabeza le dolía. Sin poder siquiera mirar hacia donde estaba
sentada Sofía, Alberto buscó una salida en la cara desconcertada de su
progenitora. Mas no la halló y sintió que todo se iba al diablo.
…Doce años atrás un
niño se mudaba a una nueva ciudad, sin ningún amigo. Un desconocido para todos.
Tenía una pequeña afición: coleccionar estampillas de personajes famosos (Espartaco,
Einstein, Chaplin, etc) Pero era un hábito que no compartía con nadie en su
nuevo colegio. Se sentía solo. Hasta que una mañana, una chica, de cabello
rubio y con un acento gracioso le preguntó: “¿Qué es aquello que te mantiene
tan concentrado?” El pequeño la miró, se ruborizó, pero tuvo el suficiente
coraje de poder contarle sobre su colección.
Así comenzó una
amistad, que poco a poco se convirtió en un interés amoroso por parte del
chico. Sin embargo él notaba en ella, falta de interés cuando le contaba sobre
sus “hazañas” para conseguir sus estampillas, sus reliquias. La chica del
acento gracioso, no buscaba un noviecito. Lo que en verdad quería, era tener a
un cómplice para compartir un gusto, que desde hacía un año, la tenía inquieta:
la caza de animales.
Su padre le había
enseñado esta peculiar actividad, pero sin el conocimiento de su madre. Ella
había aprendido muchas cosas en Francia. Pero, siempre quiso tener a un
compañero de su misma edad. Por eso siempre presionaba a su nuevo amigo a que
la acompañara.
El niño no tenía
intenciones de matar a ningún animal, no podía imaginarse haciendo algo como
eso. Sin embargo, el sentimiento reciente que se había forjado en su corazón
pudo más que su razón. Y fue por ello, que un día, la acompañó junto con su
padre a un día de caza. Lo que buscaban, era un ciervo. Un buen ejemplar para
llevar a su nuevo hogar.
Estuvieron buscando por
dos horas hasta que encontraron una pequeña manada de ciervos. El padre de la
joven apuntó y sin vacilar, apretó el gatillo. Un tiro perfecto. La niña
celebraba, brincaba, sus ojos mostraban alegría. El joven, en cambio, se mordía
las uñas, sus ojos estaban fijos en una escena: había otro ciervo más pequeño
al que yacía tendido inerte en la hojarasca, el cual intentaba mover con su
hocico a su compañero. Antes que pudiese decir nada, otra bala acertaba.
Las imágenes después de
aquello, fueron borradas de la mente del niño. Lo único que pudo recordar, es
que terminó contándole, entre sollozos a la madre de la niña, lo que había
sucedido. Esta jamás se lo perdonó, y con estas palabras le destrozó su
inocente corazón: “¡No quiero volver a verte! Gracias a ti mis padres están
separándose. No sabes lo que es guardar un secreto, no sabes ni siquiera cómo
se puede sentir alguien si le fallas…no puedes conocer a una persona y hacerla
sentir así. ¡Te odio! Ojalá que nunca logres conocer a nadie, ¡que no logres
tener amigos!”
Nunca más la vio, ella
viajó de regreso a Francia, pero ahora solo con su madre. Ninguno de estos
sucesos, fueron conocidos en la familia de Alberto. Él lo mantuvo en secreto,
tanto que su alma cubrió la herida y le hizo olvidar todo hasta ahora.