24 noviembre, 2012

Pero, cuando llegó… (séptima parte)


Su madre lo abrazó, y le dijo: “¡Mira a quién tenemos aquí! ¡Tu amiga de la infancia! ¿Por qué no me dijiste que había regresado del extranjero?”

Los recuerdos llegaron súbitamente, la cabeza le dolía. Sin poder siquiera mirar hacia donde estaba sentada Sofía, Alberto buscó una salida en la cara desconcertada de su progenitora. Mas no la halló y sintió que todo se iba al diablo.

…Doce años atrás un niño se mudaba a una nueva ciudad, sin ningún amigo. Un desconocido para todos. Tenía una pequeña afición: coleccionar estampillas de personajes famosos (Espartaco, Einstein, Chaplin, etc) Pero era un hábito que no compartía con nadie en su nuevo colegio. Se sentía solo. Hasta que una mañana, una chica, de cabello rubio y con un acento gracioso le preguntó: “¿Qué es aquello que te mantiene tan concentrado?” El pequeño la miró, se ruborizó, pero tuvo el suficiente coraje de poder contarle sobre su colección.

Así comenzó una amistad, que poco a poco se convirtió en un interés amoroso por parte del chico. Sin embargo él notaba en ella, falta de interés cuando le contaba sobre sus “hazañas” para conseguir sus estampillas, sus reliquias. La chica del acento gracioso, no buscaba un noviecito. Lo que en verdad quería, era tener a un cómplice para compartir un gusto, que desde hacía un año, la tenía inquieta: la caza de animales.

Su padre le había enseñado esta peculiar actividad, pero sin el conocimiento de su madre. Ella había aprendido muchas cosas en Francia. Pero, siempre quiso tener a un compañero de su misma edad. Por eso siempre presionaba a su nuevo amigo a que la acompañara.

El niño no tenía intenciones de matar a ningún animal, no podía imaginarse haciendo algo como eso. Sin embargo, el sentimiento reciente que se había forjado en su corazón pudo más que su razón. Y fue por ello, que un día, la acompañó junto con su padre a un día de caza. Lo que buscaban, era un ciervo. Un buen ejemplar para llevar a su nuevo hogar.

Estuvieron buscando por dos horas hasta que encontraron una pequeña manada de ciervos. El padre de la joven apuntó y sin vacilar, apretó el gatillo. Un tiro perfecto. La niña celebraba, brincaba, sus ojos mostraban alegría. El joven, en cambio, se mordía las uñas, sus ojos estaban fijos en una escena: había otro ciervo más pequeño al que yacía tendido inerte en la hojarasca, el cual intentaba mover con su hocico a su compañero. Antes que pudiese decir nada, otra bala acertaba.

Las imágenes después de aquello, fueron borradas de la mente del niño. Lo único que pudo recordar, es que terminó contándole, entre sollozos a la madre de la niña, lo que había sucedido. Esta jamás se lo perdonó, y con estas palabras le destrozó su inocente corazón: “¡No quiero volver a verte! Gracias a ti mis padres están separándose. No sabes lo que es guardar un secreto, no sabes ni siquiera cómo se puede sentir alguien si le fallas…no puedes conocer a una persona y hacerla sentir así. ¡Te odio! Ojalá que nunca logres conocer a nadie, ¡que no logres tener amigos!”

Nunca más la vio, ella viajó de regreso a Francia, pero ahora solo con su madre. Ninguno de estos sucesos, fueron conocidos en la familia de Alberto. Él lo mantuvo en secreto, tanto que su alma cubrió la herida y le hizo olvidar todo hasta ahora.

No hay comentarios: