14 noviembre, 2017

Cuento III

Era tiempo de caza. El olor de la pólvora en el aire fresco llenaba los pulmones. Era tiempo de muerte. La sangre en sus narices mutilaba las esperanzas de una estación tranquila. Habría que correr, dejar el hogar, buscar uno nuevo, quizá.

- ¡Mi amor apresúrate…el olor es más fuerte!

- ¡Ya voy!… hijo mío, trae ya tus cosas.

- Ya encontré mi juguete, mami.

Era verdad lo que decía el padre de la familia. El nauseabundo hedor ya había llegado hasta su guarida. El tiempo ya no estaba de su lado y por eso la preocupación crecía en él.

- ¡Entonces nos vamos! – gritó.

Emprendieron la marcha. Y aunque todo parecía tranquilo, como los días en los que el hijo corría en la hierba, a lo lejos se escuchaban los ruidos característicos del dolor. Tan difíciles de ser percibidos por el oído del ser humano, pero que en ellos era un estruendo fortísimo y atemorizante. 

El camino que seguirían los llevaría entre zonas difíciles. No solo los animales que caminaban a dos patas eran la amenaza, también había otros depredadores. Pero era arriesgarse, o morir dentro de sus madrigueras. Si la suerte les acompañaba podrían pasar otro año juntos.

- ¡Mami!

El rumor de patas acostumbradas a ese paraje llegaba a retumbar en los cimientos del hogar.

- Mi amor ve por el camino que te indiqué – dijo presuroso el padre.

- Mi amor… tú… - sollozando aún, la esposa recibió el húmero beso de su marido.

- Ve… ve – dijo, sin apartar su mirada de la entrada.

La familia se separó; el hijo y su madre atravesaron raudamente conductos diseñados específicamente para el escape. Una maraña de pequeños túneles que podrían confundir a quien no los hubiese recorrido con anticipación.

Luego de unos minutos las vías se cerraron, dejando así borrada cualquier huella que indicara la huida.

Él esperó pacientemente su muerte (la cual fue instantánea) porque sabía que estando él como presa, los hombres se entretendrían y le daría más tiempo a su familia.