Era tiempo
de caza. El olor de la pólvora en el aire fresco llenaba los pulmones. Era
tiempo de muerte. La sangre en sus narices mutilaba las esperanzas de una
estación tranquila. Habría que correr, dejar el hogar, buscar uno nuevo, quizá.
- ¡Mi amor
apresúrate…el olor es más fuerte!
- ¡Ya
voy!… hijo mío, trae ya tus cosas.
- Ya
encontré mi juguete, mami.
Era verdad
lo que decía el padre de la familia. El nauseabundo hedor ya había llegado
hasta su guarida. El tiempo ya no estaba de su lado y por eso la preocupación
crecía en él.
- ¡Entonces
nos vamos! – gritó.
Emprendieron
la marcha. Y aunque todo parecía tranquilo, como los días en los que el hijo
corría en la hierba, a lo lejos se escuchaban los ruidos característicos del
dolor. Tan difíciles de ser percibidos por el oído del ser humano, pero que en
ellos era un estruendo fortísimo y atemorizante.
El camino
que seguirían los llevaría entre zonas difíciles. No solo los animales que
caminaban a dos patas eran la amenaza, también había otros depredadores. Pero
era arriesgarse, o morir dentro de sus madrigueras. Si la suerte les acompañaba
podrían pasar otro año juntos.
- ¡Mami!
El rumor
de patas acostumbradas a ese paraje llegaba a retumbar en los cimientos del
hogar.
- Mi amor
ve por el camino que te indiqué – dijo presuroso el padre.
- Mi amor…
tú… - sollozando aún, la esposa recibió el húmero beso de su marido.
- Ve… ve –
dijo, sin apartar su mirada de la entrada.
La familia
se separó; el hijo y su madre atravesaron raudamente conductos diseñados
específicamente para el escape. Una maraña de pequeños túneles que podrían
confundir a quien no los hubiese recorrido con anticipación.
Luego de
unos minutos las vías se cerraron, dejando así borrada cualquier huella que
indicara la huida.
Él esperó
pacientemente su muerte (la cual fue instantánea) porque sabía que estando él
como presa, los hombres se entretendrían y le daría más tiempo a su familia.
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