Un trabajo
mediocre… era lo que pensaba a las pocas semanas de haber conseguido el puesto
de vigilante de cámaras en un centro comercial. No es precisamente el nombre de
mi puesto, pero se puede entender lo que hacía. Y si no, lo puedo resumir a:
revisión de los vídeos de las cámaras de vigilancia. Mi horario de trabajo era
toda la mañana y un par de horas en la noche en el momento del cierre.
No me
quejaba a pesar de la poca paga y de la nula relación con mis compañeros de
trabajo. Lo único que hacía era saludarlos al llegar, y despedirme al salir. Ni
siquiera me trataban de invitar a los torneos de fútbol que organizaban o a sus
fiestas, de las que siempre hablaban al día siguiente. No estoy seguro del
porqué, pero así era. O quizá sí tenía algo de noción de la causa probable: de
niño una adivina me dijo que mi aura era terrible. Yo nunca lo creí. Pero aquí
estaba en mi situación casi asocial.
En el
aspecto familiar era, digamos, una cáscara vacía. Ya no tenía padres y los
primos y tíos que me quedaban ya se habían olvidado de mí para cuando conseguí
el trabajo. Y ni hablar de las relaciones amorosas. Allí era un total y rotundo
desastre.
En este
caos social que mi vida se había convertido, descubrí un pasatiempo. Y aunque
suene al principio un tanto extraño o desconcertante, creo firmemente que
cualquiera podría caer en esto. Aunque caer es un tanto extremo; sólo era
espiar a ciertas personas, las cuales, o me parecían extremamente bellas o me
causaban una inquieta curiosidad.
Así es
como conocí a un chico, el cual concentró toda mi atención. Tenía un aire
ordinario, hasta podría decirse que vulgar. De baja estatura, y complexión
gruesa. Su mirada solía reflejar tristeza a la vez que abstracción. De treinta
y pico años, su caminar era pausado y a veces hasta torpe. Todos los sábados compraba
víveres. Rara vez lo veía otro día.
Era una
rutina su vida, al igual que la mía. Llegar, elegir verduras, frutas,
golosinas. Ir a la caja, pagar e irse. Pero, a diferencia de la mía, la suya
tenía sobresaltos. Y eran éstos los que logré degustar.
Una vez,
me trajo la novedad de ir con una chica. Aunque al final no compraron nada.
Pasearon, vieron ollas, platos, cuchillos, en fin, utensilios de cocina. En un
momento creí que tenían planes de formar un hogar. Aunque ese momento se
desvaneció rápidamente. En su cara se notaba ansiedad y algo de timidez. Ella,
sin embargo tenía una expresión que no lograba descifrar, pero que me daba mal
augurio.
Luego de
varios sábados que fue solo, llegó uno en el que estaba totalmente decaído. Era
la primera vez que lo veía así. Derrotado, y con una mirada perdida en el
suelo. Fue a la sección de cocina, y su rostro se contrajo. Quería llorar. Me
compadecí de él y le dije unas palabras de aliento en mi cabeza. Esto se
repitió durante un mes. Era lamentable, aunque poco a poco, lentamente, fue
pasando por esa sección sin pararse a contemplar todo y quedarse embobado.
Pasado
este suceso luego de muchos meses de rutina cansina, su caminar lento, que
había mutado en uno aún más lento, pronto empezó a convertirse en uno alegre,
con pasos que parecían ir de acuerdo a la música que llevaba en su celular.
Esta etapa en su vida me alegró, sentí su felicidad, y es por ello que comencé
a llevar una pequeña radio a mi trabajo. Así intenté sentir la vibración de la
música para que se colara en mi corazón casi desértico.
Por
supuesto que este cambio de aura nos ayudó a ambos. Y había una razón para
esto: una chica. Otra vez trajo una mujer consigo, pero aquí me di cuenta de
que él se sentía más seguro y confiado. Aunque curiosamente hicieron la misma
rutina: no compraron nada, yendo solo a ver, sólo que esta vez fueron
lavadoras, cocinas, electrodomésticos. Nuevamente creí que buscaban formar un
hogar y nuevamente tuve un mal presentimiento, el cual se prolongó durante
varias semanas. Aquí fue cuando empezó la caída estrepitosa y el final del
carrusel.
Mi propia
alegría había hecho que ya no fuera el tipo que miraba los vídeos, sino el tipo
que ponía música con volumen alto. Dejé de ser alguien olvidable para
convertirme en alguien medianamente bien visto. Al parecer mi gusto musical era
del agrado de la mayoría, pero aún quedaban algunos a los que mi presencia
molestaba, no como una cucaracha que, sabes que traerá enfermedades, sino como
a una hormiga que aplastas por el solo hecho de deshacerte de ella. Y es así
que fui despedido. Tuve muchos años en los que pasé desapercibido, y luego de
un mes de comenzar con la música fui reconocido y esto me llevó a ser
despedido. Mi estancia se hubiese prolongado si hubiese quedado en plena
oscuridad. Muchos creerán que mi nueva rutina no estaría relacionada o que
quizá la causa de mi pérdida laboral haya sido el volumen excesivo, pero
créanme que no fue así. Sus rostros el último día, de todos y cada uno de ellos,
se tornaron oscuros. Estaban llenos de desprecio.
Y fue el
último día de mi trabajo que pude ver el desenlace del chico. Volvió a la
recaída espantosa. Aunque esta vez fue peor. Su rostro denotaba cansancio. Sus
ojos tenían un espantoso color rojo. Dolía verlo. Supuse que la chica ya no lo
acompañaba en su vida. Aunque, claro, jamás supe el porqué. Solo le ofrecí un
triste “buena suerte” a su vida, que ya no sería parte de la mía.
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