“Sólo Dios
y dos personas que se encuentren aquí pueden reprender mi comportamiento: quien
haya ayudado a esta señora de alguna forma, ya sea con un alivio espiritual o
económico…y yo”
Muchos
curiosos miraban a la mujer que seguía sujetando el abrigo del hombre que había
pronunciado estas últimas palabras. Otros tantos murmuraban. Pero nadie se
atrevía a alzar la voz, a tirar la primera piedra. Luego de pasado unos
minutos, el hombre logró zafarse y seguir su caminado, raudamente, como cuando
salió de casa, maldiciendo la comida insulsa que le había preparado su mujer.
Tenía que
llegar a comprar los regalos que había olvidado la noche anterior. Iba
velozmente por las calles mugrientas y llenas de baches, de vez en cuando
tropezándose, a pesar de ya vivir allí más de treinta años. Trataba de no
chocarse con ninguna persona, empresa verdaderamente complicada por ser
veinticuatro, y quizás lo hubiese logrado si no hubiese encontrado a esa
viejecita vagabunda que salió de un rincón de una casa y lo sujetó diciendo
“Por favor, tengo hambre y frío”
Dos
recuerdos convergieron en aquel hombre. En uno, su anciana abuela le decía que
él era un hombre de bien. Que era bueno, y que siga siempre su camino recto. En
otro, los gritos de su esposa recriminándole su olvido, tan cerca de la cena
navideña. “Mi familia entera llegará y tú olvidándote de lo importante. Te lo
repetí mil veces” Fue cuando recordaba esto último que un señor de mediana edad
se le acercó y le dijo: “Dale tu abrigo. Se nota que eres de dinero” Otros
tantos empezaron a acercarse ante el gesto negativo del hombre. Estas fueron
las circunstancias que llevaron a sus palabras.
“Solo yo
entonces quedo. Solo yo debía darle algo de descanso a aquella mujer… ¿por qué
no hice nada? ¿Por qué no hice nada? ¿Por qué no hice nada?...” Esta última
pregunta se le había astillado en la mente mientras esperaba en la cola del
supermercado. “Quizás más tarde la pueda volver a ver, o quizás mañana. Le
compraré algo” Esto último fue la autodefensa que su mente había creado para no
sentir angustia. Se sintió algo aliviado al volver a la cola con otro regalo.
Sin embargo, al pasar por el mismo camino, la anciana ya no estaba.
Esa misma
noche a las nueve comenzó una lluvia torrencial. La familia de su esposa no
pudo llegar a la cena, ya que las pistas estaban bloqueadas. La ciudad no tenía
un sistema de drenaje y todo era un caos, aún mayor que un día normal.
Finalmente dos días después sus suegros y cuñados llegaron. Se tuvo un
delicioso almuerzo, y por supuesto, hubo la apertura de regalos. Cuando todos
tenían el suyo, uno de sus sobrinos, extrañado, preguntó por el sobrante. Es
entonces que el hombre recordó a la anciana. Aunque este pensamiento solo duró
unos minutos. Se desvaneció. Al día siguiente, mientras desayunaba, leyó en el
periódico: “Anciana, quien vivía en las calles, muere en caos por lluvias” El
hombre siguió tomando su amargo café.
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