20 agosto, 2016

Cuento I

La pierna seguía aquejándolo, y aun así cada mañana tenía que bañarse, vestirse y caminar dos kilómetros de terreno agreste, desde su casa hasta la oficina del sheriff. Su pierna no había sido tratada a tiempo por descuido del hombre, al pensar que su lesión no sería de gravedad. Craso error, que hasta el día de hoy, un año después del incidente, seguía dificultando su trabajo, el cual no era poco.

Los robos y asesinatos habían empezado a incrementarse en los últimos meses. Los oficiales no daban abasto ante la creciente delincuencia. Y Duarte, a pesar de los tiempos difíciles, motivaba a todos en la comisaría con sus ideales de paz e integridad. Creía firmemente en lo que decía y por consiguiente era consecuente con sus actos. De esto eran testigos los pueblerinos, quienes lo saludaban siempre que él hacía sus rondas a caballo.

Duarte había vivido siempre en aquel pueblo, al cual quería tanto o más que a Lucinda, su esposa, una hermosa mujer de cabello rizado y ojos café. Una mujer aguerrida, que hubiese sido una gran madre, de no haber tenido ese trágico desenlace. Ella dio luz a una vida mientras la suya se apagaba entre los rezos, súplicas y llantos del sheriff. Una terrible pérdida que fue sobrellevada gracias a la dedicación excesiva al trabajo. Mala decisión que marcaría el destino del hombre.

Ya habían pasado diecinueve años desde la tragedia que terminó cubriendo la luz del milagro, el cual era ahora un hombre. Trabajador incansable como su padre, pero codicioso hasta el tuétano. Mientras para Cristhian Duarte el trabajo era veces un fin liberador, y otras un medio para la justicia; para su hijo, Artemio Duarte, el trabajo solo actuaba como un medio para la riqueza. No se interesaba por lo que podría llegar a darle a otros con su esfuerzo. Este pensamiento que lo acompañaba fue moldeado durante su niñez y adolescencia, cuando a falta de un padre, encontraba en la calle lo que su progenitor no le enseñaba.

Para la mayoría en el pueblo su relación era la de un padre ejemplar y de un hijo que seguía su ejemplo. Percepción muy lejos de la realidad. La distancia emocional era muy grande entre ellos. La rutina diaria se basaba en Cristhian alistándose para ir al trabajo mientras Artemio hacía lo mismo. No se veían en todo el día hasta la hora de la cena, cuando regresaban exhaustos. Intercambiaban algunas cuantas palabras, pero ninguno de ellos se mostraba cariñoso con el otro. El sheriff quería a su hijo, pero nunca se permitió un momento de descanso para cuestionarse por qué no se lo demostraba. El joven quizás en algún momento quiso a su padre, pero ahora ni siquiera pensaba en ello; llenó su corazón, falto de afecto, con la idea de acumular y acumular más riqueza.

Y esta relación fría terminó una mañana. Cristhian estaba en su ronda diaria, cuando se decidió en ir a ver a su hijo al trabajo. Nunca cambiaba de recorrido, pero ese día, se había despertado con una sensación vaga en el pecho, que terminó estrujándole la garganta. Esa misma mañana Artemio, luego de varios días pensándolo, se había decidido por fin a huir de la casa con los ahorros de su padre y de paso robar otro tanto de la compañía donde trabajaba, para así vivir en la ciudad. Fatídico encuentro entre ellos. El padre dándose cuenta de la situación intentó dialogar con él, pero fue en vano. Los dos sacaron sus armas, pero mientras el sheriff dudó, el joven jaló rápidamente el gatillo. La bala terminó incrustándose en la pierna buena, dejando al viejo tirado al lado de su caballo.

Aún se cuenta esta historia en el pueblo. A veces siendo agregadas más virtudes al padre y más vicios al hijo. Muchas versiones de la misma, pero todas con un mismo final: una familia marcada por la tragedia.