La pierna
seguía aquejándolo, y aun así cada mañana tenía que bañarse, vestirse y caminar
dos kilómetros de terreno agreste, desde su casa hasta la oficina del sheriff. Su pierna no había sido tratada
a tiempo por descuido del hombre, al pensar que su lesión no sería de gravedad.
Craso error, que hasta el día de hoy, un año después del incidente, seguía
dificultando su trabajo, el cual no era poco.
Los robos
y asesinatos habían empezado a incrementarse en los últimos meses. Los
oficiales no daban abasto ante la creciente delincuencia. Y Duarte, a pesar de
los tiempos difíciles, motivaba a todos en la comisaría con sus ideales de paz
e integridad. Creía firmemente en lo que decía y por consiguiente era
consecuente con sus actos. De esto eran testigos los pueblerinos, quienes lo
saludaban siempre que él hacía sus rondas a caballo.
Duarte
había vivido siempre en aquel pueblo, al cual quería tanto o más que a Lucinda,
su esposa, una hermosa mujer de cabello rizado y ojos café. Una mujer
aguerrida, que hubiese sido una gran madre, de no haber tenido ese trágico
desenlace. Ella dio luz a una vida mientras la suya se apagaba entre los rezos,
súplicas y llantos del sheriff. Una
terrible pérdida que fue sobrellevada gracias a la dedicación excesiva al
trabajo. Mala decisión que marcaría el destino del hombre.
Ya habían
pasado diecinueve años desde la tragedia que terminó cubriendo la luz del
milagro, el cual era ahora un hombre. Trabajador incansable como su padre, pero
codicioso hasta el tuétano. Mientras para Cristhian Duarte el trabajo era veces
un fin liberador, y otras un medio para la justicia; para su hijo, Artemio
Duarte, el trabajo solo actuaba como un medio para la riqueza. No se interesaba
por lo que podría llegar a darle a otros con su esfuerzo. Este pensamiento que
lo acompañaba fue moldeado durante su niñez y adolescencia, cuando a falta de
un padre, encontraba en la calle lo que su progenitor no le enseñaba.
Para la
mayoría en el pueblo su relación era la de un padre ejemplar y de un hijo que
seguía su ejemplo. Percepción muy lejos de la realidad. La distancia emocional era
muy grande entre ellos. La rutina diaria se basaba en Cristhian alistándose
para ir al trabajo mientras Artemio hacía lo mismo. No se veían en todo el día
hasta la hora de la cena, cuando regresaban exhaustos. Intercambiaban algunas
cuantas palabras, pero ninguno de ellos se mostraba cariñoso con el otro. El sheriff quería a su hijo, pero nunca se
permitió un momento de descanso para cuestionarse por qué no se lo demostraba. El
joven quizás en algún momento quiso a su padre, pero ahora ni siquiera pensaba
en ello; llenó su corazón, falto de afecto, con la idea de acumular y acumular
más riqueza.
Y esta relación
fría terminó una mañana. Cristhian estaba en su ronda diaria, cuando se decidió
en ir a ver a su hijo al trabajo. Nunca cambiaba de recorrido, pero ese día, se
había despertado con una sensación vaga en el pecho, que terminó estrujándole la
garganta. Esa misma mañana Artemio, luego de varios días pensándolo, se había
decidido por fin a huir de la casa con los ahorros de su padre y de paso robar
otro tanto de la compañía donde trabajaba, para así vivir en la ciudad. Fatídico
encuentro entre ellos. El padre dándose cuenta de la situación intentó dialogar
con él, pero fue en vano. Los dos sacaron sus armas, pero mientras el sheriff dudó, el joven jaló rápidamente
el gatillo. La bala terminó incrustándose en la pierna buena, dejando al viejo
tirado al lado de su caballo.
Aún se
cuenta esta historia en el pueblo. A veces siendo agregadas más virtudes al
padre y más vicios al hijo. Muchas versiones de la misma, pero todas con un
mismo final: una familia marcada por la tragedia.
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