20 abril, 2012

Cuando tu ocaso se convirtió en el mío (cuarta parte)

La casa era grande, realmente grande. Con ventanas sólo en la parte alta y con varios árboles rodeándola.

Paula me propuso subirnos a un árbol para ver si había alguien dentro. Desde lo alto vimos un camión de bomberos que iba a toda velocidad, no le dimos importancia. “Fue fácil treparse, además con esta ventana abierta podremos escuchar todo” me dijo Paula. Pero los acontecimientos que se dieron en esa casa sí que fueron difíciles, muy difíciles de digerir.

Gracias a esa pequeña abertura pudimos escuchar la conversación. Allí estaba el grupo de “monstruos”, así me lo señaló Paula; también había un joven, de unos veintitantos años, rubio, amarrado en una silla y que recientemente había sido golpeado. Uno tras otro le recriminaban del porqué se escapó, que ahora tenían que estar más unidos, porque “una” si había logrado huir. Paula y yo nos miramos intrigados. Después de unos minutos sin decirse nada, desamarraron al chico, para luego morderlo en los brazos. La escena era dantesca, en las facciones del chico se veía el dolor, pero no hacía nada para apartarse. Luego de esto, el joven empezó a convulsionar. La escena erizó mi piel. Paula no aguantó, se apartó de la ventana aferrándose fuertemente contra mi pecho. Yo seguí viendo: el chico ya no se movía, los “monstruos” se limpiaban la boca, y cuando creí que eran parte de una secta sangrienta, lo inexplicable sucedió: el cuerpo antes inerte, empezó a moverse, hasta que logró ponerse en pie. Cuando logró su objetivo empezó a reír, era una risa seca, como cuando uno no toma agua por un buen tiempo. Para ese momento, Paula estaba nuevamente viendo por la ventana y me hizo señas que me permitieron saber que sus heridas estaban cerradas. No había más que ver; por instinto, bajamos del árbol y nos fuimos rápido, pero sin hacer ruido, por el mismo camino de dónde habíamos venido.

Lo peor de ese día llegaría, poco antes de las 0:00 horas. La casa que hacía una hora habíamos dejado atrás para embarcarnos al encuentro de lo desconocido, ahora era escombros. Las casas de los vecinos estaban desmoronándose. Los bomberos hacían lo que podían. Paula, buscaba a sus padres, preguntando a cada bombero que encontraba. Yo no sabía qué hacer. Miraba para cada lado viendo desesperación y dolor en muchas personas. Otros, sin embargo, sólo eran curiosos, que veían cómo seguía el incendio.

No sé si fue por el destino (en ese tiempo creía en él), pero logré ver a lo lejos a los “monstruos” que venían acercándose. Imagino que habrá sido la adrenalina del momento, porque lo único que recuerdo es que fui corriendo donde Paula, la agarré del brazo y la llevé corriendo hasta escondernos debajo de un auto, fuera del alcance de las llamas. Los siguientes minutos fueron grito tras grito. Yo escuché todos y cada uno de ellos. Paula sólo escuchó algunos, porque después de que le tapé sus oídos, se desmayó.

Tuve que esperar treinta minutos de angustia, ver cómo caían las personas al suelo, totalmente ensangrentadas, aún vivas, viéndome directamente a los ojos. Eran animales, pero intuí que algún sentido les fallaba, porque ellos estaban allí por “la chica que escapó”, pero no buscaban por dónde estábamos nosotros. Aun así me temía lo peor. Mas para mi alivio, no nos sucedió nada, y antes del amanecer se habían ido. Salí del auto cargando a Paula. La escena era horrible, pero lo que terminó sorprendiendo más, fue el hecho de que no había ni un solo policía.

Caminé hasta mi casa, es decir unas veinte cuadras. Al entrar, me percaté que mis padres dormían, todo era silencio. Subí a mi cuarto y dejé a Paula en mi cama. Terminé durmiéndome sentado en una esquina de mi habitación.

Cuando desperté ella miraba por mi ventana. Me dijo sin apartar la vista de la calle: “Debo irme, tarde o temprano me encontrarán y no quiero que te pase lo mismo que a mí” Ante esta frase, me levanté y le dije: “Desde hoy nunca te dejaré sola, jamás” (jamás debí hacer esa promesa).

Ella no quería que la acompañara, pero yo sabía que si la dejaba ir, jamás la volvería a ver, y no estaba preparado para eso. Así que hice mis maletas, dejé una nota en el refrigerador para mis padres (nunca más los volví a ver) y me fui con ella sin un rumbo establecido, sólo escapando. Así pasaron tres meses, entre campamentos improvisados en bosques, en casas abandonadas. Así pasaron tres meses, y nos enamoramos…

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