21 abril, 2012

Cuando tu ocaso se convirtió en el mío (quinta parte)

Desde el primer momento que la vi, una pequeña llama se encendió, y de allí en adelante empezó a crecer. Cada día era un pequeño nuevo comienzo en nuestras vidas. Teníamos todo a nuestra disposición: techo, comida, agua, y lo más importante: nos teníamos el uno al otro. Y sin embargo había un pensamiento que me perseguía.

Desde hacía un mes le había planteado a Paula de que si existiese aún la posibilidad de que se convierta en una de esas criaturas, me permitiera llevar el mismo destino (maldita palabra). Ella se negó hasta el día en que cayó enferma. La cuidé y me di cuenta de que, aunque hasta ese momento no se había transformado, la enfermedad estaba avanzando. A esta conclusión llegué, cuando me mordió la mano, cicatrizándose rápidamente.

Ella me pidió disculpas, yo le dije que no era su culpa, que más bien era algo bueno, porque ahora llevábamos el mismo destino. Las horas pasaron, pero ella no mejoraba, así que tomé la decisión de buscar a los “monstruos”, sí, de quienes nos ocultábamos, porque sólo ellos tenían la información para afrontar lo que le sucedía a Paula.

Cuando llegué, encontré dos hombres resguardando la entrada, les dije que quería ver a su jefe, se miraron entre ellos y me dejaron entrar. Ya adentro, un “monstruo” alto y fornido se presentó como “El señor Gutiérrez” y me dijo: “¿Sabes que no vas a salir de aquí con vida?” No le hice caso preguntándole: “¿Hay alguna forma de revertir la transformación o de no dejar que se complete?” Gutiérrez me miró extrañado, luego empezó a reír. Reconocí la risa, pero el sujeto rubio de veintitantos ya no era ni la sombra de lo que fue. Su pelo se había ennegrecido y su piel de igual forma. Cuando terminó de reír me contestó: “Lo único que sé es que no todos se convierten, eso fue lo único que nos dijeron nuestros padres antes de irse” Terminada la respuesta volvió a reír.

No había plan después de que me contestara, sólo sabía que tenía que huir de allí. Y eso fue precisamente lo que hice hasta que estuve lejos de esa casa y oí a lo lejos: “¡Corre, nos encantan las presas que huyen!”

Cuando llegué al campamento Paula estaba convulsionando. Pensé: “Es el momento, se convertirá dentro de poco” Tomé su mano, ella me miró y movió su cabeza de un lado al otro. No le entendí. Ella cerró los ojos, pero no los volvió a abrir. Empecé desesperadamente a mover sus manos, a acariciar su rostro, era en vano, esperé sentando, creyendo que en cualquier momento volvería a perderme en sus pupilas, como la primera vez, pero no, se había ido para siempre. Entonces sentí un gran calor y me desmayé.

Al despertar estaba nuevamente en la casa de “los monstruos”. Eran nueve más “Gutiérrez”, me miraban y movían su cabeza de arriba hacia abajo. Tampoco lo entendí. Intenté liberarme de la silla donde estaba amarrado, pero cuando estaba a punto de soltarme empezaron a morderme los brazos. El dolor era intenso, hasta que empecé a ver todo borroso, vi a Paula llorando, vi a mis padres, vi a mis amigos, vi la casa rodeada de árboles quemándose, me vi volando para atrapar a una chica que se parecía a Paula…

Cuando por fin pude reaccionar, sentí cómo si todos mis músculos se hubiesen contraído. Era dolor lo que sentía, pero lo que hizo que el dolor se convirtiera en rabia fue ver la sonrisa de todos los presentes. Agarré una hoz que estaba cerca a mí y corté la cabeza de uno, así empezó mi venganza, aunque ninguno puso resistencia. Dejé al último a “Gutiérrez” y cuando estaba a punto de cortar la yugular, me dijo: “Sólo uno de tu especie puede matarte, nada más puede matarte. No todos se convierten, algunos mueren antes. Otros escapan, pero luego vuelven para formar una comunidad, una comunidad que tiene como propósito crear más de nosotros para que tomen nuestro lugar y nos liberen. Eh, tenemos dificultad en el olfato y en la vista, pero se compensa con la capacidad de volar. El gobierno sabe de nosotros, pero jamás te enfrentes a ellos, o sino hazlo discreta…” No dejé que terminara la frase. La ira cargada en mí hizo que le volara la cabeza.

Antes de irme de la casa, utilicé galones de gasolina, que había en la casa, para quemarla. Cuando me fui del lugar, intenté cortarme las venas, pero cicatrizaban a los pocos segundos. Corrí hacia donde dejé a Paula; ella seguía allí, o al menos su cuerpo seguía allí. Lloré amargamente por días enteros, caminé hacia el mar, pero cualquier animal que notara mi presencia huía. Sabía entonces qué hacer, convertir a alguien más y que después me libere.

Es por eso que tuve que cazar. Pero cuando llegó la hora de dejar viva a mi presa, vi el rostro de Paula, recordé cómo ella había sufrido para luego morir. Luego vi el rostro de Gutiérrez y recordé lo horrible de tener que vivir así, aunque sea por poco tiempo. No tuve el valor de mantener a mi presa viva, y la maté.

Así fueron muchas víctimas: las mordía y cuando las iba a dejar vivir, volvía la culpa. Pasaron varios meses y poco a poco perdí mi capacidad de sentir lástima, odio, resignación. Poco a poco mi necesidad de comer fue relegando cualquier otra necesidad, cualquier otro sentimiento. Así es cómo ahora ¿vivo? Quizá sea esta la última vez, que recuerde cómo era sentir, cómo era odiar, cómo era amar…

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