14 noviembre, 2009

Al recuerdo vivo (Segunda parte)

Ése chico había sido el causante de mi desgracia: apenas podía mover mis dedos. Quería comprender qué afán tuve en querer encontrarlo, no entendía cómo pude correr sin fijarme en el taxi que me atropelló. Lloraba a raudales de rabia, la impotencia de no haber podido seguirlo y que ahora de repente nunca más lo vería.

Semanas pasaron entre sueños, por ejemplo que el chico llegaba, me abrazaba, me sentía feliz por un momento y luego los dos llorábamos; y pesadillas: el mismo chico entraba a la habitación del hospital, me veía de lejos, mientras yo no podía hacer nada.
Intenté recobrarme emocional y físicamente del trauma causado entre tantas horas de terapia, pero cada vez que quería recuperarme de los sentimientos confusos en mi cabeza, tenía una pesadilla.
La misma de siempre, yo sin poder mover ninguna parte de mi cuerpo y él observándome con una mirada de tristeza y enternecedora. Hasta que un día me asombró ver que lloraba, ya no sabía si era un sueño o es que en verdad me visitaba, pero aun así yo no podía llamar a nadie porque mis labios seguían sin poder responderme.

Entre esos días me acordé también de la enfermera que me había visto y huido del cuarto cuando abrí los ojos. Empecé preguntando al doctor, luego a mi hija y finalmente a la enfermera nueva que me habían asignado; ninguno de ellos me lo quiso revelar. Día tras día el doctor me saludaba con su singular: “Buenos, buenos y buenísimos días” intentando arrancarme una sonrisa, la cual nunca me logró sacar. Y una mañana después de una charla con el doctor Quiñones, el que atendía mi caso, entró el chico a la habitación. Para ese entonces pude decirle de forma entendible: “¿Quién eres?” Ante esta pregunta me miró y sus lágrimas se le desprendieron inconteniblemente. Fue lo único que recordé de ese episodio, luego un fuerte dolor que nunca había sentido, a pesar de las reiteradas dolencias que tuve por meses en mi hígado, hizo que me desvaneciera.

Tuvieron que revelarme, después de este desmayo, la cirrosis hepática que mi cuerpo guardaba hacía años, pero que se había complicado. Además no me daban muchos meses por vivir. Así lograron también decirme que la enfermera que me había visto semanas atrás se había traumado al saber que yo tenía la misma enfermedad que mató a cinco de los integrantes de su familia: su abuelo, padre, tío, tía y hermano.

Ya sabía que iba a morir y los dolores empezaron a hacerse intensos, pero no quería irme a la tumba sin saber quién era ese chico. Tenía que reconocer qué sentimiento era el que me había hecho enternecer: no sabía definirlo.

Dos meses pasaron y vi que las supuestas pesadillas desaparecieron, y cuando una mañana me sentía solo al pensar que nunca vería a ese chico, apareció y me dijo: “Vine para ayudar a que tu hija sepa el verdadero valor de la vida y que tú sepas apreciar lo que te queda de existencia”...

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