14 enero, 2020

Ideas sueltas

Quería ver de cerca su semblante. Llámenme enfermo, no empático, no me importa. Lo que más quería en el mundo era verla. No fui al velorio, menos al entierro de su marido. Ni siquiera la conocía; en todo el tiempo que trabajé al frente de su casa, no le presté atención. Ella tampoco se hacía notar. Era otra alma sin nombre en el pueblo. Otro ser errante que en unos meses olvidaría. Pero llegó la muerte y todo lo cambió.

Recuerdo estar en mi oficina ordenando papeles y poniendo al día todos los documentos, cuando lo supe. Mi colega llegó con la noticia: muerte repentina, joven viuda. Al día siguiente se formó una multitud frente a su casa, en medio de la pista. Se armó una carpa improvisada, con sillas alrededor. Comida, café y alcohol complementaron la fiesta lúgubre. 

Durante el primer día, miraba de reojo a la muchedumbre apostada en una dirección de la vía. Pensaba en lo que podrían estar conversando. Quizás del difunto, o quizás de política, del vecindario, de salud, de la fragilidad de la vida. Quería estar ahí, pero sin ser visto; escucharlos sin tener que responder a nada. Ese día no pude ver a la joven. Esa noche dormí tranquilo.

Durante el segundo día la cantidad de personas no había disminuido, menos la comida y el alcohol, que seguía saliendo religiosamente desde la casa. Las puertas y ventanas estaban abiertas de par en par, pero hasta la tarde no vi más que a señoras de gran volumen sacar y repartir todo. No fue hasta después de varias horas, de ese maldito día, que la vi. Su mano salió de entre una cortina de una habitación interior. Era una mano maltratada por el trabajo, pero hermosa por lo mismo. Parecía con ademanes pedir algo, hasta que se lo alcanzaron. No logré ver de qué objeto se trataba. No vi más de la joven ese día. Esa noche tuve mis primeras pesadillas.

El tercer día fue el detonante, aunque la situación se había calmado allá afuera. Ya no había botellas, ni platos descartables regados por el suelo, la carpa había sido llevada la noche anterior. Pero cuando yo creía que mi alma se sosegaba de un sentimiento sombrío (el cual nunca quise descifrar), ella apareció. Llevaba un vestido negro y su rostro… oh dios, su rostro. Sentí que desfallecería en cualquier momento. Mi rostro seguramente se transformó y una mueca grotesca habrá aparecido en mí, ya que mi compañero de al lado me miró con los ojos muy abiertos. A pesar de esto no cruzamos palabra y volvimos a nuestro trabajo rutinario. Esa noche no dormí. Solo pensé en ella.

Pasé una semana sin verla, la casualidad era esquiva con algún encuentro, para mí tan necesario. Empecé a desarrollar tics nerviosos. No podía estar quieto en ningún momento. No podía cerrar los ojos, porque su mirada, sus labios, su semblante aparecía ante mí y me angustiaba. Durante toda la semana pensé en alguna forma de acercarme, algún tipo de estrategia lógica para llegar hasta ella, pero las razones no llegaron, así que decidí ir directamente. Toqué su puerta, una noche luego del trabajo. Empezó a llover mientras esperé. Una lluvia inusualmente fuerte y muchos relámpagos.

A veces creo que aquella noche, oscura, hermosa y caótica, en la que escapé del pueblo en un estado de locura, fue solo un mal sueño. Pero no, la realidad, la desquiciante realidad es que yo aquella noche, al ver que la puerta se abría lentamente, me abalancé como un demente sobre el cuerpo de aquella mujer. Vi sus ojos abiertos, tan abiertos, tan llenos de terror que no pude incorporarme. La mantuve en el piso y ella gritó. Pero su voz no llegaba a nadie, la lluvia era fuerte, todo estaba a mi favor. Mi mente se llenó de varias voces: “Bésala” “Mátala” “No la dejes ir” “Eres tan bella” “¿Quién eres?” Sentí un gran mareo y fue debido a ese momento de debilidad, que la viuda logró darme un rodillazo en la boca del estómago. Me retorcí de dolor, tendido en el piso de una casa extraña. Lo último que vi de ella fue su silueta corriendo. Me levanté luego de unos momentos, consciente de mi situación, y empecé a correr en dirección contraria. Tomé un taxi y me largué de aquella ciudad.

Ya han pasado varios meses, y a veces pienso en regresar, en verla otra vez. En estar de cerca su rostro, pero también pienso que no será lo mismo. La belleza de aquella viuda radicaba, ahora lo creo, en la pérdida, en aquel brillo inusual en las pupilas luego de perder a un ser amado. Seguramente ahora ha perdido ese encanto… pero ¿y si me equivoco? A veces pienso en regresar, en verla otra vez.

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