Quería ver de
cerca su semblante. Llámenme enfermo, no empático, no me importa. Lo que más
quería en el mundo era verla. No fui al velorio, menos al entierro de su
marido. Ni siquiera la conocía; en todo el tiempo que trabajé al frente de su
casa, no le presté atención. Ella tampoco se hacía notar. Era otra alma sin
nombre en el pueblo. Otro ser errante que en unos meses olvidaría. Pero llegó
la muerte y todo lo cambió.
Recuerdo estar
en mi oficina ordenando papeles y poniendo al día todos los documentos, cuando
lo supe. Mi colega llegó con la noticia: muerte repentina, joven viuda. Al día
siguiente se formó una multitud frente a su casa, en medio de la pista. Se armó
una carpa improvisada, con sillas alrededor. Comida, café y alcohol
complementaron la fiesta lúgubre.
Durante el
primer día, miraba de reojo a la muchedumbre apostada en una dirección de la
vía. Pensaba en lo que podrían estar conversando. Quizás del difunto, o quizás
de política, del vecindario, de salud, de la fragilidad de la vida. Quería
estar ahí, pero sin ser visto; escucharlos sin tener que responder a nada. Ese
día no pude ver a la joven. Esa noche dormí tranquilo.
Durante el
segundo día la cantidad de personas no había disminuido, menos la comida y el
alcohol, que seguía saliendo religiosamente desde la casa. Las puertas y
ventanas estaban abiertas de par en par, pero hasta la tarde no vi más que a
señoras de gran volumen sacar y repartir todo. No fue hasta después de varias
horas, de ese maldito día, que la vi. Su mano salió de entre una cortina de una
habitación interior. Era una mano maltratada por el trabajo, pero hermosa por
lo mismo. Parecía con ademanes pedir algo, hasta que se lo alcanzaron. No logré
ver de qué objeto se trataba. No vi más de la joven ese día. Esa noche tuve mis
primeras pesadillas.
El tercer día
fue el detonante, aunque la situación se había calmado allá afuera. Ya no había
botellas, ni platos descartables regados por el suelo, la carpa había sido llevada
la noche anterior. Pero cuando yo creía que mi alma se sosegaba de un
sentimiento sombrío (el cual nunca quise descifrar), ella apareció. Llevaba un
vestido negro y su rostro… oh dios, su rostro. Sentí que desfallecería en
cualquier momento. Mi rostro seguramente se transformó y una mueca grotesca
habrá aparecido en mí, ya que mi compañero de al lado me miró con los ojos muy
abiertos. A pesar de esto no cruzamos palabra y volvimos a nuestro trabajo
rutinario. Esa noche no dormí. Solo pensé en ella.
Pasé una semana
sin verla, la casualidad era esquiva con algún encuentro, para mí tan
necesario. Empecé a desarrollar tics nerviosos. No podía estar quieto en ningún
momento. No podía cerrar los ojos, porque su mirada, sus labios, su semblante
aparecía ante mí y me angustiaba. Durante toda la semana pensé en alguna forma
de acercarme, algún tipo de estrategia lógica para llegar hasta ella, pero las
razones no llegaron, así que decidí ir directamente. Toqué su puerta, una noche
luego del trabajo. Empezó a llover mientras esperé. Una lluvia inusualmente
fuerte y muchos relámpagos.
A veces creo que
aquella noche, oscura, hermosa y caótica, en la que escapé del pueblo en un
estado de locura, fue solo un mal sueño. Pero no, la realidad, la desquiciante
realidad es que yo aquella noche, al ver que la puerta se abría lentamente, me
abalancé como un demente sobre el cuerpo de aquella mujer. Vi sus ojos
abiertos, tan abiertos, tan llenos de terror que no pude incorporarme. La
mantuve en el piso y ella gritó. Pero su voz no llegaba a nadie, la lluvia era
fuerte, todo estaba a mi favor. Mi mente se llenó de varias voces: “Bésala”
“Mátala” “No la dejes ir” “Eres tan bella” “¿Quién eres?” Sentí un gran mareo y
fue debido a ese momento de debilidad, que la viuda logró darme un rodillazo en
la boca del estómago. Me retorcí de dolor, tendido en el piso de una casa
extraña. Lo último que vi de ella fue su silueta corriendo. Me levanté luego de
unos momentos, consciente de mi situación, y empecé a correr en dirección
contraria. Tomé un taxi y me largué de aquella ciudad.
Ya han pasado
varios meses, y a veces pienso en regresar, en verla otra vez. En estar de
cerca su rostro, pero también pienso que no será lo mismo. La belleza de
aquella viuda radicaba, ahora lo creo, en la pérdida, en aquel brillo inusual
en las pupilas luego de perder a un ser amado. Seguramente ahora ha perdido ese
encanto… pero ¿y si me equivoco? A veces pienso en regresar, en verla otra vez.
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